Charlando con Dios
22. junio 2021 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Nuestra Fe¿Hemos pensado alguna vez en la felicidad de Adán y Eva cuando Dios, con la brisa del atardecer, bajaba al jardín y se ponía a pasear con ellos, charlando amigablemente?… Aquello debía ser bello, pero no vale la pena que les tengamos envidia. Porque, si de charlar con Dios se trata, tenemos en nuestras manos la Sagrada Biblia, de la cual nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica (104):
“En la Sagrada Escritura, la Iglesia encuentra sin cesar su alimento y su fuerza, porque, en ella, no recibe solamente una palabra humana, sino lo que es realmente: la palabra de Dios. En los libros sagrados, el Padre que está en el cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos”.
Tenemos, pues, a Dios, en conversación con nosotros. Es cierto que no le vemos a Dios todavía, como se le ve en el Cielo; pero, mientras llega ese día dichoso, nos la pasamos muy felices escuchando su voz.
Nos pasa igual que con la radio, que tenemos prendida todo el día mientras trabajamos. No vemos al locutor o a la locutora, pero oímos su voz, nos deleitan sus palabras, adivinamos sus gestos, percibimos el mirar de sus ojos, nos imaginamos vivamente la sonrisa de sus labios, nos hacen pensar las cosas que nos dice, asimilamos la verdad que nos enseña. Y después, secretamente, le decimos: ¡Qué bien que lo ha dicho! Menos mal que no me he perdido el programa…
Esto, y no otra cosa, es tomar la Sagrada Escritura en nuestras manos y leerla con fe.
Dios nos revela secretos de su vida íntima, avanzando a nuestra capacidad actual lo que un día veremos sin velos que lo oculten.
Nos anuncia los misterios de la Redención, tanto que nos sabemos de memoria la Historia de la Salvación.
Nos adelanta lo que nos guarda para después, de modo que nos desarraiga de la tierra para hacernos suspirar sólo por las cosas de allá arriba. Viviendo todavía en la tierra, al leer la Biblia sentimos de cerca la patria, nos refrescan sus auras y nos embriaga el perfume de sus flores.
Al leer la Sagrada Escritura, nos aplicamos la Palabra de Dios en sus mismas páginas: “La palabra que sale de mi boca, no vuelve a mí vacía, sin haber producido su efecto y haber cumplido mi encargo” (Isaías 55,11). Y el encargo de la Palabra de Dios no es otro que traernos la luz, la paz, el consuelo, la alegría, la esperanza…
Todos sabemos que China tiene un a cultura muy antigua, de varios milenios atrás, aunque de una mentalidad muy diferente de la nuestra. En su historia, hallamos cosas muy curiosas. Por ejemplo, una que ahora nos viene al caso. Uno de aquellos sus emperadores, al escribir una carta, lo hacía con toda pomposidad. Una vez acabada y firmada, la introducía en un envoltorio de púrpura o seda, la colocaba sobre un facistol o ambón de su trono, y la hacía llevar al destinatario en una carroza escoltada por sus guardias. Todos los chinos saludaban la misiva imperial con genuflexiones o la celebraban con aplausos. ¡Era una carta del Emperador!…
Costumbre muy del gusto oriental, no hay que negarlo. ¿Y no es esto lo que nosotros hacemos, aunque con mucha sobriedad, con la Sagrada Biblia en nuestra celebraciones? ¿No tenemos expuesta la Biblia en el ambón de la Iglesia a la vista de todos? ¿No llevamos el libro de los Evangelios con toda solemnidad, levantado en alto, y lo incensamos en acto de adoración?… Es nuestra fe en la Palabra de Dios, que nos trae un mensaje más importante que el de un emperador de la China milenaria…
Entre los testimonios modernos más autorizados sobre lo que es y lo que hace la Biblia cuando le tenemos devoción, está el caso de la joven Doctora de la Iglesia Santa Teresa de Lisieux, que nos cuenta de sí misma:
“Siempre que leo un libro que estudia la perfección desde interminables puntos de vista, mi pobre entendimiento se fatiga. Entonces cierro rápidamente el libro, tan lleno de erudición, que me sirve sólo de rompecabezas y no hace más que embotar mis sentimientos, y tomo la Sagrada Escritura. En seguida se me hace de nuevo la luz; una sola palabra de ella abre a mi alma las perspectivas del infinito; la perfección me resulta fácil atractiva, y veo que es suficiente reconocer la propia nada y entregarse por completo a Dios, igual que un niño descansa en brazos de su padre”.
Como Teresita, son tantos hoy los jóvenes que llevan la Biblia en la mano, la leen y la releen, se la saben de memoria casi, y hacen como aquellos judíos de Berea, que, al escuchar a Pablo, le detenían a cada paso: -Espera. Vamos a ver cómo eso que dices está en las Escrituras. Y todo lo comprobaban con la Biblia en la mano. Convencidos, creyeron muchos en el Evangelio de Jesucristo. Este rasgo aquellos judíos con Pablo es uno de los detalles más bellos de los Hechos de los Apóstoles (Hechos 17,10-13)
No me resisto a dejar de leer la página de un autor muy apreciado, sobre la Sagrada Biblia:
“ Todo palidece, todo se deteriora; el palacio de mármol se derrumba, el manto de púrpura se deshilacha en harapos, todas las glorias humanas pasan como el humo. Tan solo este libro no se hace polvo; es como si tuviese un alma celestial. Este libro es la zarza de Moisés; el corazón de Dios late en él. Este libro es el libro de los libros, la perla preciosa del pobre, rocío celestial para los afligidos, luz para el ciego. Es el camino de oro de la sabiduría, ¡dichoso el que lo encuentra! Es fuente para las almas sedientas; junto a ella, está Cristo con el vaso en la mano para dar a beber” (Tihamer Toth)
¡La Biblia! Charla amorosa con Dios. ¡Qué suave y dulce es su voz! ¡Y como le debe saber de sabroso a Dios nuestro balbucir, cuando le respondemos a lo que Él nos dice!…