¿Que no sabes rezar?…

29. junio 2021 | Por | Categoria: Nuestra Fe

Un día le llegó al Papa Pío XII un regalo muy singular a través de un Obispo húngaro. -Pero, ¿cómo es posible semejante paciencia? ¿Qué ha hecho ese admirable profesor?… Realmente, aquel profesor de Budapest había gastado durante treinta años una paciencia más que benedictina. Investigando, escribiendo cartas a todo el mundo, preguntando a misioneros de todas partes, había coleccionado la oración del Padrenuestro traducida a unas mil lenguas, que ahora presentaba al Papa en un volumen impagable, como un homenaje supremo al Señor Jesucristo que un día la había dictado en arameo…(Profesor Kertest)

Nadie pone en tela de juicio que la oración es la ocupación suprema del hombre. Llamados a la unión con Dios en su gloria, ya ahora, sin esperar la eternidad, nos vemos en la necesidad de ligarnos a Dios de manera ininterrumpida.
Estar con Dios. Sentir a Dios. Amar a Dios. Hablar con Dios. Gozar de Dios. Suspirar por Dios… Todo esto no son sueños imposibles, sino que son gritos salidos del alma, inconscientes muchas veces, otras veces conscientes del todo, pero siempre una realidad profunda y sentida en lo más íntimo de nuestro ser.
¿Y cómo expresamos en la vida esta necesidad de la unión con Dios? No existe otro medio ni otra manera más que la oración. La oración nos hace a Dios tan cercano, que lo sentimos más dentro de nosotros que nosotros mismos.

Un niño de sólo nueve años se llevaba continuamente las manos al pecho, se lo apretaba, se le encendía el rostro, y la mirada se le perdía en el infinito…
– Oye, niño, le preguntan un día. ¿Por qué haces eso?
Y aquella criatura, con sabiduría divina, responde sin más: -¡Oh, no sé! No sé qué es esto que tengo dentro. Creo que es Dios. Siento que me quiere mucho, como mi papá, y me da besos como los de mamá.
La piedad honda del chiquillo era una lección de Dios sobre lo que es la experiencia cristiana.

Jesús mismo no fue una excepción, sino, al contrario, Él fue quien más sintió esa necesidad de la unión continua con su Padre. Y porque los discípulos lo veían siempre orando, al fin uno más decidido se atrevió a hacerle la propuesta: ¡Señor, enséñanos a orar! Y el atrevimiento del valiente apóstol nos mereció la respuesta inimaginable del Señor: -¿Qué os enseñe a orar?… Mirad, cuando queráis rezar, decid:

Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre; venga tu reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal.

¡Qué cosa tan sencilla! Sin embargo, después de dos mil años sigue pasmando a los sabios más grandes, y, al final de los milenios, aún no habrán sacado de esa mina los innumerables diamantes que atesora.
¿Cómo es posible encerrar en tan pocas palabras —tan simples, salidas de labios de Jesús tan espontáneas, sin habérselas pensado casi—, cómo es posible encerrar en ellas toda la esencia y todo el mensaje del Evangelio?… Se ha dicho acertadamente que, sólo por el Padrenuestro, se puede demostrar que Jesucristo era Dios.

Dictada por Jesús, ¿hay alguna oración más segura y que no lleve a ninguna ilusión?
Dictada por Jesús, ¿hay alguna oración más piadosa y humilde, que elimine toda presunción?
Dictada por Jesús, ¿hay alguna oración más eficaz, más segura, más esperanzadora de que será forzosamente atendida por Dios?…
Dictada por Jesús, ¿hay alguna oración de la cual podamos decir que es del todo perfecta, que contenga todo y a la que nada le falte, como el Padrenuestro?

El Catecismo de la Iglesia Católica dedica toda la cuarta parte a tratar de la Oración, como resumen,  expresión y realización de toda la vida cristiana. Y, siguiendo una tradición antiquísima en la Iglesia, la cifra toda esa parte en el Padrenuestro, del que dice:
“La oración dominical es, en verdad, el resumen de todo el Evangelio. Cuando el Señor hubo legado esta fórmula de oración, añadió: “Pedid, y se os dará”. Por lo tanto, cada uno puede dirigir al cielo diversas oraciones según sus necesidades, pero comenzando siempre por la oración del Señor que sigue siendo la oración fundamental” (CatIC, 2761)

Quien sabe el Padrenuestro, sabe muchas cosas. Sabe todo sobre la oración, esa actividad primordial del cristiano. El que sabe, reza y vive el Padrenuestro, se convierte verdaderamente en un sabio, porque no hay ciencia superior al conocimiento íntimo de Dios, poseído —como no lo posee nadie—, por quien nunca deja de estar en comunión con Él mediante la oración.

Un alumno universitario, —no precisamente incrédulo, sino algo presumido y bastante perezoso—, se excusaba con su profesor, creyente de verdad. -Mi profesor, yo no rezo porque no sé rezar. -¿Qué no sabes rezar? ¿Tan descuidada fue tu madre, que no te enseñó el Padrenuestro?…
No se esperaba que saliera a relucir la mamá de este modo. Y dicen que por Jesucristo, y por su madre también, aquel chico algo atolondrado se volvió un rezador ejemplar…

Con el Padrenuestro, Jesús respondía a la propuesta del discípulo: ¡Enséñanos! Entonces, el Padrenuestro es una lección, y, por lo mismo, algo que debemos aprender. Jesucristo lo dictó para que saliera continuamente de nuestros labios, y no precisamente para que constara traducido a mil lenguas en un volumen precioso y meritorio, guardado en los archivos del Vaticano…

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