En un solo altar
29. julio 2021 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: IglesiaUn Padre Escolapio, San Pompilio María, era un catequista sin igual. Y una vez pregunta a los fieles en la Misa del domingo: -A ver, ¿quién me lo dice? ¿Qué vestido lleva Jesucristo en la Santa Hostia?
Todos permanece mudos, sin que nadie se atreva a contestar. ¿Cómo iban a saber aquello?…
Y el sacerdote: -Pregunto de nuevo: ¿Qué vestido lleva Jesucristo en la Santa Hostia?
Era inútil insistir, porque nadie lo sabía y nadie se atrevía a hablar. Así que el Padre habla con seguridad: -¿Ustedes creen que no lo sabe ninguno? Pues, yo le digo que sí.
Llama a un niño pequeño, inocente, lo pone delante de todos, y le ordena:
– No tengas miedo, y di lo que el mismo Jesús te diga a ti. ¿Cómo está vestido Jesucristo en al santa Hostia?
Y el pequeño, con todo aplomo, contesta así: -Jesucristo en la Sagrada Eucaristía está vestido de sacerdote; porque su oficio es ofrecerse a Sí mismo al Eterno Padre por la salvación de todos los hombres.
Todos quedan perplejos. ¿Cómo es que el niño habló con semejante precisión? Indudablemente, allí estaba el Espíritu Santo sugiriendo y hasta dictando una respuesta tan acertada (San Pompilio María Pirrotti)
A nosotros nos lleva esto a una reflexión muy importante sobre la Iglesia. ¿Tiene la Iglesia, como lo han tenido todas las religiones, algún sacrificio propio, o no tiene ninguno? Y si tiene, ¿quiénes son sus sacerdotes y cómo actúan?
Si tomamos la Biblia vemos cómo a partir de Moisés, que establece y regula el culto, el pueblo de Israel ofrece sacrificios y más sacrificios en honor de Dios, para glorificarle, para aplacarle, para suplicarle. Entre todos, el más bello, el del cordero pascual, que conmemora la liberación de la esclavitud en Egipto y significa al Mesías que ha de venir, sobre el cual hay una profecía memorable, cuando Dios dice al Cristo futuro: -Tú eres sacerdote para siempre igual que Melquisedec (Salmo 19, 4). Y el profeta habla sobre su ofrenda: -En todo lugar se ofrece en mi honor el sacrificio de una hostia pura (Malaquías 1,11)
Al llegar Jesucristo, acaba con tanto sacrificio de Israel, porque Él mismo, inmolado en la cruz, es el único sacrificio que el Padre acepta de una vez para siempre. Con él Jesucristo le da todo honor y toda gloria, y el Padre, en virtud de aquella Sangre, perdona el pecado del mundo entero.
Hasta aquí, todos los cristianos estamos conformes. Pero, ¿y después?… ¿No va a tener la Iglesia ningún sacrificio? Y sin sacrificio, ¿cómo va a expresar la Iglesia su rendimiento a Dios, cómo le va a glorificar, cómo le va pedir perdón, cómo va a suplicar sus gracias?… Por otra parte, si Dios no acepta otro sacrificio que el de Jesús en el Calvario, con el cual hubo bastante de una vez para siempre, ¿cómo se las va a arreglar la Iglesia?… En todo pensó Jesús, ¡vaya que si pensó!… No quiso dejar a su Iglesia sin un sacrificio visible, y se quedó Él mismo como la Hostia pura y santa que podamos ofrecer a Dios.
El Cuerpo que se entrega, la Sangre que se derrama en el Calvario, son el mismo Jesús que está ahora en el Cielo presentando sus Llagas al Padre, y es también el mismo que se hace presente en el altar.
Al cumplir su encargo de repetir lo que Él hizo en la Ultima Cena, la Iglesia hace presente aquello que se realizó en la cruz. Es la misma Víctima: Jesús. Es el mismo Sacerdote: Jesús. Es el mismo que pide perdón por los pecadores, el mismo que nos obtiene la gracia, el mismo que salva a todos.
No son dos sacrificios, sino uno solo el del Calvario y el de la Misa. Y es un mismo sacrificio el que realiza Jesucristo y el que realiza el cristiano, que une su propio sacrificio al sacrificio de Jesús.
¿Dónde ha estado en nuestros días la belleza singular del martirio de nuestro querido Monseñor Romero? Todo el mundo lo adivinó desde un principio. Estaba levantando la patena y el cáliz en la presentación de ofrendas en la Misa, ofreciéndose a Dios en defensa de la justicia y de la caridad, en unión con el sacrificio de Jesucristo, y allí vino la bala asesina como un clavo que lo fijaba en la misma Cruz del Redentor.
La muerte de Monseñor Romero se llevó muchos más aplausos que lágrimas, porque toda la Iglesia se sintió orgullosa de mártir semejante. Y toda la Iglesia vio —¡y de qué manera lo vio!—―que el sacrificio del cristiano es igual que el de ese Obispo santo. Fue una lección inolvidable de Dios para todos.
Porque el cristiano, cuando participa en la Misa, pone en la patena y en el cáliz todo lo que hace por amor de Dios y por su gloria, y le da con ello un valor infinito al unirlo en un mismo sacrificio con el de Jesús, pues le dice al Padre:
¿Mi trabajo de cada día? Para ti, junto con el sacrificio de Jesús.
¿Mis dolores, mis preocupaciones? Para ti, junto con el sacrificio de Jesús.
¿Mi lucha por la virtud, por mantenerme fiel? Para ti, junto con el sacrificio de Jesús.
¿Mi vida entera? Para ti, junto con el sacrificio de Jesús…
Por eso la Misa es el sacrificio de la Iglesia lo mismo que lo es de Jesús. A un sacerdote con fama de santo, le preguntaban una vez: -¿Cuál le parece que es la mejor manera de participar en la Misa? Y él respondía muy sabiamente y con grande fe: -¡Sacrificándose, sacrificándose!… (P. Libermann)
Jesucristo —como lo dijera el niño inocente—, al estar en la Santa Hostia revestido de toda su dignidad sacerdotal, eleva hasta las alturas de Dios nuestra vida entera, hecha un solo sacrificio con el suyo. Y éste es el sacrificio de los hijos de la Iglesia, realizado por Jesucristo mediante los sacerdotes ministros.
Por eso, ¡qué bello resulta por la mañanita antes del trabajo y al atardecer acabada la jornada, ver a tantas personas, trabajadores sobre todo, rodeando el altar y ofreciendo todo el día a Dios!… Las bendiciones divinas se las llevan a puñados. Y saben, mejor que nadie, que esa su vida sencilla y trabajosa tiene un valor que para sí quisieran los mayores millonarios…