La meta

1. julio 2021 | Por | Categoria: Iglesia

¿Hemos pensado alguna vez en lo que le ocurrirá a la Iglesia el último día? Jesús nos describe su segunda venida como un triunfo sin igual. Después del cataclismo del mundo y después del juicio universal, vencidos todos los enemigos, alcanzada la paz definitiva, la Iglesia podrá prorrumpir en gritos de júbilo estentóreos: ¡Por fin!… ¡Todo se ha conseguido!… ¡En la casa del Padre, y para siempre!…  

Este pensamiento del último día era un punto central de la predicación apostólica. Los primeros hermanos nuestros en la fe, lo tenían muy metido en la cabeza, como lo vemos confirmado por las actas de los Mártires durante las persecuciones del Imperio Romano. Saber que Cristo vendrá, que Cristo tendrá la última palabra, es un estímulo muy fuerte para perseverar firmes en la fe.

El triunfo de Jesucristo es el triunfo mismo de la Iglesia. ¿Qué sentirá su corazón de madre cuando vea seguros a todos sus hijos, a todos los predestinados, a todos los llamados, que, por haber permanecido fieles, han sido por fin glorificados?… Orgullosa por estos sus hijos, estallará en cantos de júbilo, de liberación, de dicha triunfante…

     Porque se habrá consumado toda su obra. Se habrá completado el número de los elegidos. Se habrá conseguido la perfección de todos los santos. Y ella, la Iglesia, purificada de toda mancha en todos sus miembros, aparecerá radiante de hermosura ante Jesucristo su Esposo, que la va a presentar con orgullo ante el Padre.
A la Iglesia le pasará aquel día lo que ha ocurrido a grandes hombres de la historia, casos que se han hecho famosos y que aprendimos desde niños.

El general griego, que emprende la marcha con sus soldados hacia el Mar Negro, y, cuando lo tienen a la vista, ve cómo de todo su ejército se alza un grito imponente: ¡El mar! ¡El mar!… (Jenofonte)
Los guerreros de Aníbal, que atraviesan los Alpes, y cuando contemplan la tierra que quieren arrancar a los Romanos, lanzan un grito salvaje: ¡Italia! ¡Italia!…
En la expedición de Colón, al divisar en aquel amanecer las soñadas costas americanas, arrancan a Triana el grito célebre de ¡Tierra! ¡Tierra!…

Aplicado a nuestra fe, todo esto no son sueños de poeta arrebatado. Esto es lo que podrá decir, y dirá la Iglesia, al ver conseguida la meta a la que se habrá dirigido durante milenios: ¡Por fin, todo se ha conseguido! Ahora, ¡en la casa del Padre!, con Dios que será todo en todas las cosas…

El Apocalipsis pone en labios de Jesucristo estas palabras creadoras: “¡He aquí que renuevo todas las cosas!” (Ap. 21,1). Jesucristo hace un mundo nuevo y una tierra nueva. Desaparece un mundo viejo, y sobre las ruinas surge uno nuevo y definitivo.
El mundo antiguo ha perecido en el gran cataclismo, porque ha sido expiado, ha sido purificado, ha sido aniquilado todo elemento que se oponía a la santidad y al Reino de Dios. El pecado ya no existe más.

     ¿Y cuál es el mundo nuevo? Es el mundo glorificado, cambiado, divinizado. No atinamos a decir nada más, ni sabemos cómo será, porque se trata de cosas que se reservan los secretos de Dios. Pero, una cosa sabemos: que en el mundo nuevo reinarán la justicia y la paz; que en él todos los elegidos gozarán de la dicha preparada por Dios, dicha que supera todo deseo, porque se realizará en la visión misma de Dios.

“¡Venga a nosotros tu Reino!”, le pedimos continuamente al Padre, por encargo del mismo Jesucristo. Ese Reino ya está iniciado en la Tierra, porque Jesucristo lo instituyó en su misma Persona y lo confió para su desarrollo a la Iglesia. Pero no ha llegado todavía al final, ya que sólo se consumará en aquel día glorioso. Y entonces, sí; entonces veremos
que todo será reposo, pues el campo en que se escondió la semilla ha dado ya todo el fruto, y no habrá que trabajar más;
que todo será paz, pues ya no habrá un solo enemigo que ataque a la Iglesia, aplastados como estarán todos bajo los pies de Jesucristo;
que todo será amor, pues entonces, y mucho mejor que en la Iglesia de los apóstoles, ya no podrá haber más que un solo corazón y una sola alma;
que todo será vida, pues ya no existirá la muerte, absorbida como habrá sido por la victoria definitiva del Resucitado;
     que todo será eternidad, sin posibilidad de tiempo que desgaste la juventud perenne de la Iglesia, pues estará unida indisolublemente a su Esposo Jesucristo, cuyo Reino no tendrá fin.

     Un escritor fogoso de los primeros tiempos de la Iglesia, decía a los cristianos, atraídos por las diversiones y los triunfos, famosos en el Imperio: -¿Te gustan los espectáculos? Piensa en el Juicio (Tertuliano)
     Porque, desde el principio, la Iglesia tuvo ante los ojos la descripción fantástica que de aquel día último nos dejó el Señor en los Evangelios, para animarnos, para sostenernos en la lucha, para vivir de esperanzas, con la frente alta, porque nos traerá la gran liberación (Mateo 24,29-31; 25,31-46; Lucas 21,25-27)

Con fe profunda, y siguiendo la tradición más pura de todos los siglos cristianos, nosotros nos complacemos en tender la mirada al final, a la meta hacia la cual nos dirigimos con paso firme. No se nos cae de los labios el grito que el Espíritu —como remate de toda la Biblia, en su última línea del Apocalipsis—, nos impulsa a lanzar: ¡Ven, Señor Jesús!…
Lo dice la Iglesia, Esposa impaciente porque llegue la fiesta definitiva de la boda. La palabra de Jesús no falla, aunque nos haga esperar un poco: “¡Sí, estoy a punto de llegar!”. Y el día en que llegue, ¡aquello, aquello será felicidad!…

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