¡Mar adentro!…
8. julio 2021 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Iglesia¿Queremos contemplar una imagen de la Iglesia al comenzar el Tercer Milenio? Podríamos verla en aquel buque que salía del puerto de la Habana rumbo a España. El lujoso trasatlántico se hizo a la mar desde Cuba lleno de pasajeros felices. ¡Pero qué poco iba a durar la felicidad! Pronto es cambiada en un susto muy grave, al ver cómo el barco se quedaba varado en un arrecife cerca de la Florida, arrastrado traidoramente por una corriente marina…
Pasa cerca un barco noruego, que ha descifrado el consabido S. O. S., y se le avecina cuanto puede para prestar auxilio; pero todo resulta inútil. El trasatlántico no cede, a pesar de los esfuerzos titánicos por sacarlo de aquella situación angustiosa. Cuando ya parecía que todo se iba a perder, el capitán invita resuelto al capellán:
– Padre, ¿y por qué no se celebra una Misa especial, pidiendo el auxilio de lo alto? Hemos hecho nosotros lo que hemos podido, ahora le toca su parte a Dios, si lo invocamos con fe.
Todos conformes con la propuesta, asisten a la Misa la tripulación y pasajeros en pleno. Y al elevar la Santa Hostia en la consagración, sin saber nadie ni cómo ni por qué, el buque empezaba a deslizarse con suavidad y llegaba felizmente a su destino después de una travesía tranquila… (El Alfonso XIII, Junio 1902)
¿Podemos ver reflejada en este hecho la realidad de la Iglesia en estos días? Indiscutiblemente, que sí. Y esto nos infunde grandes esperanzas.
La Iglesia entera, a través de Mundovisión, se regocijó cuando vio al Papa Juan Pablo II, al finalizar el Gran Jubileo, firmar en la Plaza de San Pedro del Vaticano el precioso documento Al Iniciar el Tercer Milenio. Y la Iglesia emprendió la travesía sin ocultar el gozo que llenaba los corazones. Pero la Iglesia, con la experiencia que ya tiene de dos milenios, por feliz que se sienta, sabe que se van a presentar los peligros más temibles. Que se formarán ciclones en el cielo y corrientes traicioneras en los senos del mar.
Al fin y al cabo, como aquella barca en el lago de Genesaret. Y no se hundió, porque en ella iba Jesús, dormido y al parecer indiferente, pero atento hasta el extremo. A estas horas la barca de la Iglesia sigue sin hundirse, con Jesucristo enseñoreando las aguas y con Pedro como timonel…
El Papa, en aquel documento, recuerda a la Iglesia la orden de Jesús a Pedro: – ¡Rema mar adentro!… (Lucas 5,4)
Y en éstas estamos. Por nada perdemos la confianza, porque sabemos que Jesucristo está con su Iglesia. Y asumimos también el compromiso a hacer de la Iglesia —que somos nosotros— la fiel seguidora de Jesucristo, al que se debe asemejar cada día más, a pesar de las debilidades que afectan a sus hijos. Sabemos que la Iglesia es santa, aunque tenga hijos pecadores, los cuales necesitan conversión, una conversión que consiguen no fuera de la Iglesia, sino precisamente dentro de la Iglesia, porque la Iglesia tiene todos los medios de la Gracia que le confió Jesucristo, y es capaz de hacer de los pecadores unos santos.
La Iglesia no es en la tierra sino el Cuerpo místico del Cristo Resucitado que reina en el Cielo. Y ese Cuerpo no puede morir. Con la santidad de sus hijos puede más que el mal que le infieren sus perseguidores y los hijos que la abandonan de manera muy triste. Miramos, por ejemplo, a las dos Teresas, la de Ávila y la de Lisieux.
A Teresa la grande le amenazan: -¡Atrevida! Te vamos a llevar a la Inquisición por esas tus doctrinas. Y sabes que la Inquisición es severa. Si te condenan, lo sabrás mejor… Esta vez Teresa se ríe de verdad, y contesta: -Me cae en gracia. Eso sí que no lo temo. No me pillarán en cosas de fe, queden tranquilos. Y sepan más: que por una simple ceremonia de la Iglesia, estoy dispuesta a sufrir mil muertes.
Su ilustre hija Teresa del Niño Jesús, en sus cortos años, piensa y hace igual.
– Quiero ser hija de la Iglesia, como nuestra Madre Santa Teresa, y rogar siempre por el Vicario de Jesucristo. Este es el fin principal de mi vida. Quisiera realizar las obras más heroicas; me siento con el valor de un cruzado; me alegraría morir en un campo de batalla en defensa de la Iglesia.
Con santos como las dos Teresas ⎯y hay muchos, muchos santos y santas como ellas⎯, muchos, muchos católicos que son iguales ¿creemos que el Cuerpo de la Iglesia está enfermizo? ¡No, por favor!…
La Iglesia navega a impulsos del Espíritu Santo, al que Jesucristo la confió el día de Pentecostés, hasta que Él vuelva al final de los tiempos. Y el Espíritu Santo cumple muy a cabalidad lo que le encomendara el Señor Resucitado cuando se subió al Cielo. El Espíritu Santo guía a la Iglesia por el camino de la verdad, la unifica en la comunión y en el ministerio, la anima, la gobierna con sus carismas y dones, y la enriquece con sus frutos.
Sólo bajo el impulso y la ayuda del Espíritu se entienden esos heroísmos de tantos hijos de la Iglesia, que permanecen fieles a pesar de todos los pesares. Un notable escritor francés, defensor de la Iglesia en tiempos muy difíciles, es desafiado por sus contrarios: -¿No te avergüenzas de ser católico? Y él, con fidelidad inquebrantable: -Estoy bajo la bandera de la Iglesia, bandera que remata con la cruz. Uno puede ser herido, muerto; pero vencido, ¡jamás! (L. Veuillot)
No somos triunfalistas al hablar así. Somos optimistas, que es algo muy diferente. Nuestro deber de hijos de la Iglesia nos exige entrega, sacrificio, esfuerzo diario por la virtud cristiana en medio de una sociedad que no nos favorece. Pero con la barca de la Iglesia está Jesucristo, igual que lo estaba en la Santa Hostia alzada sobre el buque encallado. La travesía, a lo largo de todo el Tercer Milenio, será larga y a veces penosa, pero llegará bien segura hasta el final…