Y no hay más remedio…
31. agosto 2021 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Nuestra FeEl mayor de los oradores que tuvo Francia en el siglo diecinueve, preguntaba casi desafiante a los de su auditorio que habían recibido alguna ofensa grave:
-¿Quiere usted estar satisfecho cinco minutos? ¡Vénguese!… ¿Quiere usted estar satisfecho toda la vida? ¡Perdone!… (Lacordaire)
Al oír estas palabras, nos vienen ganas de decir: ¡Muy bien dicho! ¡Tiene toda la razón!
Porque basta pulsar un poco el corazón, para darse cuenta de que, sin el perdón, se multiplican seriamente los males: yo tengo el que recibí, y el que me hago a mí mismo al devolver mal por mal, porque me hago culpable del mal que hago; mi enemigo tiene el que me hizo a mí y el que va a hacer ahora para vengarse él también. Y van a seguir multiplicándose los males en uno y en otro, porque la violencia, tanto física como moral, engendra violencia, y así empieza una cadena que nunca acaba…
Además, y esto es lo peor, los dos corazones se cierran a la bondad, se endurecen en el egoísmo, y se ven corroídos por el odio maldito, que mata esa vida del alma que es el amor…
Sicológicamente hablando, el perdón es una medicina del espíritu. Quien perdona se libera de lo que le puede matar. Además, se siente feliz con su victoria, que le dignifica ante su propia conciencia a la vez que le engrandece ante los demás.
¿Traemos un caso bien conocido de la historia romana? César perdona a su enemigo Pompeyo cuando la venganza la tenía a mano. Entonces Cicerón, el gran orador, se dirige al generoso perdonador:
– César, has ganado muchas batallas y te has coronado de gloria en la guerra; pero todos esos triunfos no valen nada ante el que has obtenido sobre ti mismo, perdonando a tu enemigo mayor.
Creo que todos estaremos conformes con lo dicho hasta aquí. Sin embargo, ¿nos damos cuenta de que hemos hablado simplemente como hombres, y no como cristianos?
Porque, como seguidores de Jesucristo, el perdón constituye la quintaesencia del Evangelio. Esto lo sabemos de memoria. Todo el mensaje y toda la ley de Jesucristo se centra en el amor:
un amor que impulsa hasta amar al enemigo;
un amor que se demuestra en hacer el bien a quien nos ha hecho el mal;
un amor que lleva al perdón de todas las injurias, calumnias e injusticias cometidas contra nosotros. Y esto, como la condición indispensable para que Dios nos perdone a nosotros la deuda enorme que tenemos contraída con Él. Sin este perdón, así de amplio y generoso, no se puede dar ni la misma salvación.
Tanto es así, que en un rito de la Iglesia al administrar los últimos Sacramentos, preguntaba el ministro al paciente: ¿Perdonas a tus enemigos?… Esto hizo el sacerdote con aquel jovencito, el cual, no entendiendo la palabra, no respondía nada. Pero la mamá, muy avispada, contenta con viveza por su hijo:
– Señor Cura, nosotros no tenemos enemigos, porque los perdonamos a todos al rezar el Padrenuestro.
Esta buena señora practicaba a perfección lo que rezamos tantas veces cada día, dictado por el mismo Jesucristo: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos advierte, al examinar la bondad y misericordia inmensa de Dios, que nos perdona nuestros mayores disparates:
“Lo temible es que este desbordamiento de misericordia no puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre; mientras que en la confesión del propio pecado, el corazón se abre a su gracia” (2840)
Sin perdón nuestro al hermano que nos ha ofendido, no hay perdón de Dios a nosotros, al que le debemos nada menos que una eternidad… Quien perdona, se parece a Dios, y desarma a Dios, porque le puede decir: -Si yo, tan poca cosa, perdono, ¿qué vas a hacer conmigo Tú, que eres de misericordia tan grande?…
En la Historia de la Iglesia son innumerables los ejemplos de Santos y Santas que han practicado el perdón más grande con quienes les habían ofendido o de los que habían recibido los mayores males. Y es que ese Jesús, que desde la cruz grita: ¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!, ha dado la lección más sublime a la vez que más severa de su Evangelio, y va diciendo a cada uno:
– ¿Dices que te han injuriado? ¿Y a mí no me han injuriado?… -¿Dices que te han hecho un mal? ¿Y querrás comparar tu mal con el mío?…
El cristiano ha tomado al pie de la letra la enseñanza de Jesús, sin rectificaciones ni excusas posibles.
Como aquella muchacha, que en los principios del comunismo escucha al comisario su arenga revolucionaria y atea: -¡Ni le creo a usted, ni le sigo! Porque yo creo en Dios y mi guía es Jesucristo.
El comisario se admira de tal valentía en una muchacha de dieciséis años, y le contesta compasivo y amenazante a la vez: -¿Sabes, camarada, que por esas tus palabras te puedo hacer ahorcar?
Pero la chica, más firme: – Perfecto. Si me manda usted ahorcar, desde lo alto de la horca rezaré por usted (En Austria, 1919)
Este es el Evangelio. No hay ofensa ni mal que el cristiano no sepa, ni quiera, ni pueda perdonar ante el ejemplo de Jesucristo. Por eso, no hay héroes como los que produce el cristianismo, porque sólo el cristianismo ha sido capaz de enseñar, mandar y exigir un amor y una generosidad semejantes.
Perdonar es de almas grandes. Quien perdona, lleva en el alma es inalterable, perpetua, y no de cinco minutos solamente…