La guerra del Reino
9. septiembre 2021 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: IglesiaEn sus Ejercicios Espirituales tiene San Ignacio de Loyola una meditación genial, titulada “Las Dos Banderas”. ¿Cómo se imagina Ignacio el mundo? Como un campo de batalla en el que se enfrentan dos ejércitos empeñados en una lucha a vida o muerte: el ejército de Jesucristo y el ejército de Satanás.
Fue primero Satanás el que plantó cara a Dios en el paraíso terrenal, y se hizo con la victoria. Pero Dios agarró el guante, y le sentenció al enemigo:
– Voy a mandar uno que te machacará la cabeza.
¿Y qué hizo Jesucristo, el enviado de Dios? Se le enfrenta a Satanás y lo derrota con la Cruz. La victoria de Satanás en el paraíso fue grande; pero fue más grande la de Jesucristo en el Calvario. Diríamos que con las dos batallas ha habido un empate en la guerra: una victoria y una derrota por cada bando. La guerra sigue, porque no acabará hasta el final del mundo, y continúan enfrentados Jesucristo y Satanás.
Viene ahora el planteamiento magnífico de Ignacio de Loyola, que había sido militar y entendía en estrategia bélica.
Satanás planta sus reales en el campamento de Babilonia, donde todo es desorden, confusión, arrogancia, y se sienta soberbio en un trono de fuego y de humo pestilente. A sus órdenes, muchos demonios y todos los malos que se ponen a su disposición, a los que da la orden:
– ¡A esparcirse por el mundo y a perder a todos los hombres, arrebatándoselos a Dios y lanzándolos a nuestro infierno!… ¡A meter el orgullo en todos los cerebros y en todos los corazones con ansia de dinero, de placer, de dominio! ¡El mundo es nuestro y ha de estar rendido a mis pies!…
Este es el ejército que milita bajo la bandera de Satanás. Terrible, espantoso, repugnante…
¿Y Jesucristo?… Según Ignacio de Loyola, ha establecido su cuartel general en Jerusalén, “ciudad de paz”, y su Comandante en Jefe, el más bello entre los hombres, es humilde, sencillo, afable, amoroso, encantador…, pero con una mano de hierro contra Satanás. Y arenga también a los suyos:
– ¡A esparcirse por todo el mundo! ¡Que no haya un solo rincón en el que no entre mi Cruz y con ella la salvación! ¡A conquistar a todos los hombres para llevarlos a Dios y meterlos en su Gloria, la que yo les he conquistado con mi sangre! Con la pobreza, la humildad, la pureza, la mansedumbre, el amor…, haremos a todos los hombres míos para llevarlos a mi Padre. ¡A luchar con valentía! ¡Fe en la victoria, y fe en mi Reino que no tendrá fin!…
Este es el ejército que milita bajo la bandera de Jesucristo. Bello todo a más no poder…
Dos Jefes y dos ejércitos, Jesucristo y Satanás, enfrentados en una guerra feroz y sin cuartel. Un ejército y otro no se toman un día de tregua, y los dos bandos se disputan el terreno palmo a palmo.
Pero, eso sí, sabemos desde ahora que al final habrá habido dos victorias contra una. Y la última victoria, la definitiva, será para Jesucristo, que habrá derrotado a Satanás para siempre, al que arrojará con los suyos en un fuego eterno.
Este es el planteamiento de esa meditación magnífica de Ignacio de Loyola.
Hoy San Ignacio no propondría la meditación de la misma manera, sino que hablaría de ejércitos con tanques y reactores, con misiles y atómicas… Pero la realidad sería la misma: lucha del cristiano, seguidor de Jesucristo, contra un mundo que se declara por Satanás.
Evangelio puro. El Jesús de los cuarenta días de ayuno y de las tentaciones, que no se rinde por nada a Satanás: -Come pan: -¡No quiero!… -Tírate, para que te aplaudan. -¡No quiero!… -Adórame. -¡No quiero!…
El Satanás que se figura cantar victoria en el Calvario, aunque es allí donde se le escapa la presa.
Y la lucha entre el bien y el mal, entre los seguidores de Satanás y los de Jesucristo, que se han empeñado en conquistarlo cada uno para su respectivo Jefe.
Porque cada uno se pregunta: -¿A quién pertenezco? ¿Por quién me declaro?… Cada persona en particular, como los hombres en su conjunto, en grupo, se declaran por uno u otro beligerante, ya que no caben los neutrales. ¿Por Jesucristo o por Satanás?
El demonio no perdona al hombre, destinado a la gloria que él perdió miserablemente. Llevado de su odio a Dios y de su envidia al hombre, está empeñado en que no pertenezca a Dios ninguno de nosotros.
Pero Jesucristo está empeñado también en ganarse a cada uno de nosotros, rescatado y comprado a costa de su propia sangre.
Un sacerdote joven había ofrecido su vida a Jesucristo, y se había alistado como capellán militar para ayudar a los soldados que luchaban y morían en el frente. El sacerdote siente en sí la lucha: -¿Por qué voy a morir yo en mis días mejores, tan joven y cuando la vida me sonríe cuanto yo quiera?… Esto se dice medio frustrado, aunque ve que Cristo le llama a luchar por su Reino precisamente dando la vida por los más necesitados, como son los soldados del frente.
Pero se llena de coraje y entusiasmo, pensando por quién da la vida:
– Mi naturaleza se rebela contra este pensamiento. Pero me ha domado Cristo. A sus pies me rindo como un león amansado. Moriré por el Reino, porque antes murió Cristo y me invita a seguirle hasta el fin.
Esto es lo único que se merece Jesucristo. Y no podremos decir no tenga, y a montones, valientes así.
Porque si gran parte del mundo se entrega lastimosamente al enemigo, muchos, muchos también y más, se dan a Jesucristo con entrega total.
Se alistan en el ejército para una guerra gloriosa, librada consigo mismos para ser fieles a Jesucristo.
Pero, ¡claro está!, lo hacen porque saben que al pelear por Jesucristo y con Jesucristo, tienen con Jesucristo segura la fiesta de la victoria…