La roca que no se pulveriza
2. septiembre 2021 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Iglesia¿Queremos escuchar una profecía muy divertida?… La Convención francesa, nacida de la Revolución, se presentó en Italia ante los dominios del Papa y, bayoneta ante el pecho, le intiman al bondadoso Pío VI: -O cede en lo que se le pide, o habrá de pagar todas las consecuencias.
Y el Papa: -¡No cedo! Porque eso repugna a mi conciencia, y antes padeceré el martirio que violar las leyes de la Iglesia.
El Directorio de París manda apresarlo, y el enviado calvinista, le dice sin más al Pontífice: -Vengo de parte de la República a apoderarme de todos sus bienes.
El Papa sonríe feliz: -¡Qué suerte! No tengo nada, porque hube de darlo todo para alcanzar la paz.
El insolente delegado calvinista: -Aún le quedan esos dos anillos, ¡Entréguelos!…
El Papa, cada vez más tranquilo: -Le puedo dar uno, que es mío. Pero el otro, no. Es el del Papa como Papa, el llamado anillo del Pescador, y ése tiene que pasar a mi sucesor.
El otro, inaguantable: -¡Le digo que lo entregue, o de lo contrario hago uso de la fuerza!
Ante amenaza tan grave, y resultando inútil toda resistencia, el Papa se lo entrega. Recibido por el delegado, lo examinan, y al verlo de tan poco valor, exclama furioso el francés: -¿Esto me da? ¿Un anillo que no vale para nada?… Y se lo devuelve con desprecio.
El Papa es arrestado, lo llevan de ciudad en ciudad por Italia, va a parar por fin a Francia, y muere allí abandonado de todos. Se le hacen los funerales de pobre, las autoridades declaran bienes nacionales las ropas usadas del anciano pontífice, y se celebra la sentencia del sepulturero, que dictamina infalible:
– Este es el último de los Papas.
¡Ahí estaba la profecía grandiosa de un enterrador!… Un vaticinio que se ha hecho célebre. Lo curioso es que sí, que enterraron a un Papa en aquel último año del siglo dieciocho.
En el siglo diecinueve enterraron a otros cinco Papas y a ocho más en el siglo veinte.
Enterrarán a muchos Papas en el Tercer Milenio que hemos comenzado, pero de una cosa estamos seguros, contra el parecer del flamante enterrador francés, a saber: que morirán los Papas, pero que el Pontificado de Roma ¡no va a morir!… Certeza absoluta.
Es la seguridad de nuestra fe en la palabra de Jesucristo: -Sobre esta roca edifico yo mi Iglesia, y las fuerzas del infierno no podrán contra ella (Mateo 16.18)
Jesucristo, al fundar su Iglesia, no la dejó difuminada en un movimiento acéfalo, sin cabeza, del que cualquiera puede tomar el mando, o dejarla siempre en la imprecisión de la doctrina, sin que sus seguidores supieran muchas veces a qué atenerse.
No; Jesucristo no hizo eso. Al contrario, fundó su Iglesia como institución estable sobre Pedro y los Apóstoles, sobre sus sucesores el Papa y los Obispos.
De este modo, nadie se lleva a engaño. ¿Dónde está la Iglesia de Cristo?… Donde está el Papa, sucesor de Pedro, y los Obispos en comunión con él.
De este modo también, hay seguridad en la fe. ¿Qué tengo que creer? Lo que me enseñan el Papa y los Obispos en comunión con el Papa, sucesores en bloque de los Apóstoles, a los que dijo el Señor antes de marchar al Cielo: -Enseñad a guardar todo lo que yo os he mandado.
De este modo, además, sabemos hasta cuándo va a durar la Iglesia así instituida por Jesucristo: -Con vosotros estoy hasta el fin de los siglos (Mateo 28,20). Pasarán otras instituciones opuestas o paralelas, pero la Iglesia Católica no pasará. Su garantía mayor la tiene en el Papa, el Obispo de Roma, sucesor de Pedro.
¿Qué pensar entonces de los que por sistema han de hablar siempre contra el Papa? Ya se ve que sus voces vienen orquestadas o por el resentimiento o por la ignorancia. Ninguna persona de buena fe duda de la palabra de Jesús.
Y Jesús no sólo aseguró la permanencia del Pontificado de Pedro hasta el fin del mundo, sino que le aseguró también una asistencia tan especial que le hacía infalible, que no se podría equivocar cuando hablase para toda la Iglesia como Vicario de Jesucristo sobre lo que atañe a la fe y a las costumbres.
Así lo creyó siempre la Iglesia, hasta que en el Concilio Vaticano I, en 1870, se definió como dogma de fe esta verdad. Como era de esperar, la Iglesia se alegró lo indecible con la decisión conciliar, pero en el lado opuesto se armó una polvareda inmensa. A los pocos días de este acontecimiento, un abogado que había leído la noticia en los periódicos, exclama furioso ante un grupo del hotel:
– ¿Se puede creer eso, de que el Papa sea infalible? Es el engaño mayor y más absurdo.
Un comerciante que lo escuchaba, le replica muy juiciosamente:
– Si ochocientos obispos, hombres respetables con canas la mayoría de ellos, solemnemente y todos juntos declaran que ésta es la doctrina de la Iglesia, creo que su parecer merece más confianza que el de un particular que, con mucha ignorancia religiosa por no haber estudiado el asunto, ataca las instituciones de la Iglesia (Koch, Docete 334, 8). El abogado atrevido, desde luego, se quedó callado…
El cristiano que acepta el Evangelio de Jesucristo en toda su pureza no tiene necesidad de muchas razones para vivir esta verdad, que le llena el alma. Es una gracia grande de Dios el poder vivir en la seguridad de la fe. Y es hoy una de las ilusiones más grandes de la Iglesia el soñar que no puede estar lejos el día en que todos los creyentes en Cristo nos unamos en una sola Iglesia bajo el cayado de un solo Pastor visible, puesto por Jesucristo al frente de su rebaño.
¡La Iglesia! Muchos han pensado enterrarla sepultando al que Jesucristo le pone al frente para que haga sus veces. Son más prudentes los que piensan que ni la Iglesia ni el Papa estarán nunca bajo tierra…