Un comunismo muy singular…

30. septiembre 2021 | Por | Categoria: Iglesia

Un cura se metió una vez entre los obreros de una fábrica que estaban en huelga y les dijo con una perorata fogosa: -¡Camaradas y amigos! ¿Saben ustedes que, aunque me vean vestido con esta sotana negra, soy un comunista perfecto?… Aquellos obreros de caras muy largas, empezaron a cambiar de semblante, y cada uno tomaba una actitud diversa. Unos sonreían, otros miraban con más desprecio que antes, otros se levantaron para escaparse, otros hasta se atrevieron a gritar: ¡Viva este cura!…
Y el cura prosiguió: -Sí; tendremos un comunismo total, perfecto, cuando nadie quite nada a nadie; cuando todos den todo a todos; cuando lo de todos sea para cada uno, y lo de cada uno sea para todos.
Uno del grupo, más listo y valiente, interrumpe: -¿Y en qué parte del Capital dijo esto Marx o cuándo lo predicó el Che, y cómo no lo consiguieron ni Lenin ni Stalin ni Mao ni Fidel?…  
El cura esperaba algún momento como éste, así que añadió rápido: -Camarada, eso no lo encuentras ni en Marx ni en el Che, sino en el Evangelio de Jesucristo. ¿Me vas a creer o no?…

Aquel día, los obreros y el cura quedaron muy amigos. Porque los obreros entendieron, con las charlas del sacerdote, lo que es el amor de Cristo y los límites de este amor, que, siendo un amor sin fronteras, no pone límite alguno en lo que hay que dar y compartir, tanto de los bienes espirituales como de los bienes materiales, repartidos con generosidad. Porque han de existir la caridad y la justicia tal como las enseña Jesucristo y las sigue proponiendo la Iglesia, Madre y Maestra…

¿Sabemos lo que es la comunicación de los bienes en la Iglesia? ¿Conocemos las exigencias del amor cristiano? ¿Señalaríamos la fuente de la generosidad que se nos predica y se nos pide?…
La fuente de todo está en Jesucristo y es Jesucristo mismo. Porque Jesucristo nos manda amarnos como nos ha amado Él. Amor que interpreta Juan, su discípulo más querido, diciéndonos que hay que amarse no con palabras bonitas, sino con el dinero contante del bolsillo (Juan 3,15)
No hay un santo si quiera que no lo haya entendido y vivido así.

Juan de Sahagún era un santo muy especial. Un día se le presenta un pobretón vestido de manera fatal, y le pide algo con qué cubrirse.
– Venga, venga conmigo, a ver qué solución encontramos.
Porque Juan no tiene más que dos túnicas con que vestirse, un quita y pon. Ya ha decidido darle una, y le entrega la que no llevaba puesta, que era la más usada, mientras que llevaba puesta una que acababan de darle nueva. Ya le iba a entregar al pobre la vieja, cuando le dice: -Espere nada más un momento…
Ya solo en su cuartito, se empieza a reprochar:
– ¿Qué ibas a hacer? ¿Dar a Jesucristo la túnica más vieja, que ya casi no vale para nada? Esa es para mí; para Jesucristo es la más nueva y la mejor.
Se cambia la ropa, y regresa donde el pobre: -Tenga, mire a ver si le va bien, y que le dure mucho…
Esto es todo. Jesucristo manda amor, pide amor, y un amor no de palabras sino de obras.
Aquí está la clave de todo el problema. Un distinguido católico, que moriría por su fe fusilado por los rojos, lo había expresado muy bien: -¿Quieren solución para la cuestión social? Solamente hay una, que es el decir y el hacer esto: “Lo tuyo, tuyo; y lo mío, tuyo también”.

Es cierto que cuando en la Iglesia se habla de “comunicación de bienes” se entiende ante todo de los bienes espirituales, que conciernen a la vida eterna.
La oración, que recitamos juntos, y que llega a todos y a todos beneficia.
Los Sacramentos, que son de todos por igual, y a todos sirve la gracia que comunican a cada uno que los recibe.
Los sufragios, que los ofrecemos por los Difuntos, y mientras a ellos les abren la puerta del Cielo, a nosotros nos traen por su intercesión innumerables gracias de Dios.

Ante esta visión, nos damos cuenta de lo enormemente ricos que somos en la Iglesia, pues no hay bien en la tierra o en el cielo que no sea de todos y de cada uno. Es un bien que continuará en la eternidad. Porque gozando cada uno de su propia gloria, todos nos alegraremos con la felicidad que tenga cada uno de los hijos de Dios glorificados, sin celos ni envidias, sino con generosidad inmensa.

Pero la comunicación de bienes en este mundo no abarca solamente los bienes espirituales, sino los bienes de la tierra, necesarios para llevar todos una vida digna de hombres y de hijos de Dios. Y Jesucristo mira lo hecho a los demás como hecho a Sí mismo.
Un diputado insigne, y reconocido católico, propone a un colega un magnífico negocio. -¿Aceptaría el ganar hasta el ciento por uno? -¿Cómo? Por un dólar que yo ponga, ¿ganaría cien? ¿Y diez mil, por cien que yo ponga?… -Ni más ni menos. -Dígamelo pronto, por favor. ¿De qué negocio se trata? -De momento, secreto mío.
Ante la insistencia del que ya se veía rico, el diputado abre el Evangelio, y lee: “El que por mí deje casa, campos, todo… tendrá el ciento por uno y después la vida eterna”. ¿Se da cuenta de lo que es entregar el dinero a Jesucristo en los pobres?…  (Acomodado lo de Aparisi Guijarro)

Esta ha sido siempre en la Iglesia la “mística” del dinero. Dar, entregar, comunicar, hacer a los demás partícipes de lo que se tiene, como lo hizo el mismo Jesucristo. Esto, es proclamar y vivir un comunismo perfecto, un comunismo de signo tan diferente de aquel que nos vino de la Rusia en aquellos tiempos…
Pero nadie podrá negar que semejante sistema social no sea la bendición mayor que Dios haría descender sobre el mundo. Y si Dios lo quiere, y así lo proclamó Jesucristo, ¿por qué no ser todos lo que decía de sí aquel cura que se ganó tan fácilmente a los obreros?…

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