Una gran aparición de María

27. septiembre 2021 | Por | Categoria: Maria

Siempre nos han gustado los relatos de las apariciones de la Virgen, y hoy nos vamos a detener en tres muy conocidas y que van en cadena.

La primera, en París, el año 1830. La Virgen se aparece a Santa Catalina Labouré, le muestra la medalla que quiere lleven sus hijos, y en ella inscrita esta plegaria que después ha estado en labios de todos: Oh María, sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a ti. Se difunde la medalla con rapidez asombrosa, y realiza tales prodigios, que se le llamará sin más La Medalla Milagrosa.

Seis años después, y también en París, el Párroco de las Victorias está casi desesperado. La iglesia se le queda desierta y no consigue ningún fruto. No ve a la Virgen, pero siente clarísima una voz, que le dice: Consagra tu parroquia al Inmaculado Corazón de María. Lo hace, funda la Archicofradía, y los socios se comprometen a llevar la Medalla Milagrosa y a repetir cada día la plegaria inscrita en ella. Se extiende la devoción al Corazón de María con suma rapidez, y la Iglesia de Nuestra Señora de las Victorias se convierte en un Damasco ininterrumpido: miles y miles de conversiones, algunas de resonancia mundial.

En 1842 va a hacer algo muy sonado la Medalla Milagrosa. En la ciudad de Estrasburgo —hoy capital europea— un judío de veintiocho años está para casarse. Pero antes de celebrar la boda quiere hacer un viaje a Israel, la tierra de sus antepasados. Alfonso Ratisbona, bueno y honesto, está sin embargo furioso contra su hermano Teodoro, que se había hecho católico y, para colmo, había abrazado el sacerdocio. Alfonso emprende el viaje hacia Jerusalén, pero pasa por Roma camino de Nápoles donde se va a embarcar.

No le interesa más que el viaje, aunque la Virgen está al acecho. Alfonso visita la colonia judía y se hace amigo de un noble barón —antes protestante y ahora ferviente católico—, que le dice:
– ¿Me quiere dar un gusto? ¿Por qué no se pone esta medalla de María?
Alfonso la acepta por puro compromiso y se la cuelga sobre el pecho.
El atrevido barón, le pide más: ¿Por qué no copia esta oración de la Virgen? Y le entrega la conocida plegaria de San Bernardo:
– Acordaos, oh piadosísima Virgen María, que jamás se ha oído decir que ninguno que ha acudido a tu protección haya sido desamparado de ti.
Alfonso cumplirá la palabra, pero sin devoción alguna, pues todo aquello no le dice nada, porque son cuentos y tonterías de los católicos…

Un día, mientras espera dentro de la carroza del amigo en plena calle, tiene la ocurrencia de meterse en una iglesia católica para ver cómo es, y admirar alguna de esas obras de arte que esconden todas las iglesias de Roma. Pero aquí le esperaba la gracia de Dios. El templo se le vuelve oscuro, aunque es pleno día. Sólo hay una luz intensa que sale de una capilla, hacia la que se siente atraído con fuerza irresistible. Y allí, seria y amable a la vez, María que le sonríe y le extiende las manos hacia abajo, como las ha visto en la medalla. No le dice una palabra, pero Alfonso queda petrificado y como elevado al Cielo.
Es mejor que nos lo cuente todo él mismo:

De repente me sentí arrodillado en aquella capilla. Levanté los ojos hacia aquella luz tan resplandeciente, y vi de pie sobre el altar viva, grande, majestuosa, bellísima y misericordiosa a la Virgen María, en todo igual a la que muestra la Medalla Milagrosa. Yo trataba de levantar los ojos hacia Ella, pero su resplandor y mi respeto me hacían bajarlos. Clavé la mirada sobre sus manos, y las hallé llenas de perdón y de misericordia. Seguía arrodillado, pero una fuerza irresistible me empujaba hacia Ella. En su presencia, y sin que me hubiera dicho una palabra, comprendí de golpe el horror de mi estado, la deformidad del pecado y la belleza de la religión católica. En una palabra, lo entendí todo de un solo golpe.

Alfonso no resistió más. Temía el revuelo que iba a suscitar su conversión —mayor aún que el que levantó la de su hermano entre las familias judías más influyentes de Estrasburgo—, y a los once días recibía el Bautismo.
– ¿Mi nombre de pila? ¡María! ¡Sólo María!
Y será conocido siempre como María Alfonso Ratisbona.

En Roma se agitó la colonia judía en torno a esta conversión. Se hizo proceso canónico, y al cabo de varios meses, oídos muchos testigos, se declaraba auténtica la aparición de la Virgen María a este judío, que sería un hijo amantísimo de la Virgen y de la cual decía: ¡María es todo para mí!

Alfonso amaba mucho a la novia, que estaba esperando el retorno del viajero para la boda; pero el agraciado con la aparición de la Virgen, al igual que su hermano Teodoro, decide abrazar el sacerdocio, que recibe en el año 1848. ¡Y lo que van a ser las cosas! Teodoro, al que acompañará a veces María Alfonso, llegará a cuidar como encargado la Iglesia de Nuestra Señora de las Victorias de París, la de las famosas conversiones con aquel Párroco casi desesperado…

La Iglesia de la aparición en Roma es pequeña, pero en ella se respira una devoción celestial. La capilla lateral está siempre iluminada. Allí celebró su Primera Misa —y la recuerda un busto y una lápida— San Maximiliano Kolbe, el mártir dentro del búnker del hambre en el campo de concentración de Auschwitz. El Papa Juan Pablo II la visitaba antes de ser Papa y después siendo Papa. Nosotros lo hacemos ahora espiritualmente, y miramos a la Virgen como el gran judío convertido —tan santo, tan querido, que morirá en Palestina, en Ain Karen, el lugar de la visita de María a su prima Isabel—, y repetimos sus últimas palabras que saben a cielo: La Santísima Virgen me llama, y yo tengo necesidad de Ella. ¡Quiero sólo a María! Para mí, María lo es todo.

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