A ser santos llaman…
4. noviembre 2021 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: IglesiaLa Iglesia de hoy, a pesar de tantas dificultades, ¿no ha mejorado nada desde los días del último Concilio?… Esta pregunta nos la podemos hacer ante las veces que oímos lamentaciones muy lastimeras, como si la Iglesia, en vez de avanzar, fuera en retroceso continuo. ¡No, y de ninguna manera! Con esperanza grande, con optimismo muy entrañado, pensamos y sentimos todo lo contrario. Hoy en la Iglesia se ha despertado un gran ideal de santidad, que es la mayor bendición de Dios en nuestros días.
El Espíritu Santo suscita hoy más santos que nunca.
Y si una parte del mundo se aleja de Dios, vemos como otra parte se le acerca cada vez más.
Un muchacho húngaro, bueno de verdad, está conversando con una hermanita suya, que le escucha embelesada, y le pregunta al fin: -Esteban, pero ¿tú también quieres ser santo?… Al chico le salen todos los colores a la cara. Se calla. Reflexiona, y al fin responde a la chiquilla: -Sí, claro que quiero ser un santo. Y con la gracia de Dios, lo voy a conseguir. El caso es que el muchacho, ya mayorcito, ingresa en la Compañía de Jesús, muere justo a sus diecinueve años, y hoy está camino de los altares (Esteban Kaszap)
Ese tema de la santidad parecía antes algo así como un tabú. Se tomaba como cosa de algunos pocos nada más. Pero han tenido que venir nuestros días para que en la Iglesia se haya convertido semejante ideal en moneda corriente. ¿Y por qué no?, se preguntan muchos. ¿No me llama Dios a subir hasta las alturas?…
Y esto lo dicen no seminaristas que quieren ser curas ni muchachas que sueñan en las misiones… Hoy se les escapa de los labios a chicos y grandes, a novios encantadores, a profesionales distinguidos, a esposos y a madres de familia, a trabajadores del campo, a taxistas y a obreros del puerto o de la construcción.
El Concilio y el Papa que cerró el siglo pasado y abrió el Tercer Milenio han influido notablemente a crear esta conciencia en la Iglesia, lo cual es una gran bendición de Dios.
El Concilio que proclama sin titubeos: -Dios llama a todos los bautizados a la santidad en la perfección del amor. Y el Papa Juan Pablo II, que habla sin paliativos a los jóvenes: -¡No teman en ser los santos del nuevo Milenio!
Hablando la Iglesia con esta valentía, son muchos los que descubren en tales palabras la llamada de Dios. Miran el firmamento estrellado, y adivinan con la niña Teresita que su nombre está escrito en el Cielo. -Entonces, se dicen también, ¿para qué ir tan locos detrás de las cosas de la tierra?… Y se contestan con Pablo, plenamente convencidos: -Vale más buscar las cosas de arriba, no las de aquí abajo… Es mejor una vida escondida con Cristo en Dios que el bullicio que nos aturde en este mundo y que a nada nos lleva… (Colosenses 3,1-3)
Pero, a todo esto, ¿quién es un santo? Es lo que se preguntan muchos. Y la respuesta más acertada la tuvo un niño del catecismo. El chiquillo había contemplado muchas veces las figuras en las vidrieras de su iglesia parroquial cuando les da el sol. Y al preguntar aquel día el cura párroco: -¿Quién es un santo?, respondió tan acertadamente el niño: -El que deja pasar los rayos del sol.
Desde el momento que Jesucristo mora en el pecho del cristiano por la fe y el amor, todo su empeño en ser santo se reducirá a reflejar cada día más y mejor al Jesucristo que lleva dentro.
Cuando la oración, el trabajo de cada día, el estudio, el cumplimiento del deber no son más que un hacer lo que hacía Cristo y como lo hacía Cristo, el ideal de la santidad se está ya tocando con las manos…
Sentado en la acera, un mendigo ciego recibió en sus manos un apretado puñado de monedas de plata y oro, sin saber quién se las dejaba caer. Adivinó en seguida quién era el donante generoso, y se le escapó espontáneo un grito: -¡Tú eres Jesucristo!… No veía, pero sintiendo por dónde se había marchado el donante, iba señalando mientras seguía diciendo a los transeúntes: -¡Miren, miren por dónde va Jesucristo!… Porque sólo Jesucristo podía atesorar tanto amor y tanta generosidad en su corazón
El mimo muchacho húngaro del que antes hablábamos, se dio cuenta de que eso de ser santo pide y exige valentía. ¿Qué hacer entonces?… Y nos dice:
– Frente al pecado y la frialdad del mundo se impone el espíritu religioso: hay que trabajar para que la virtud consiga un triunfo heroico, esforzado, magnánimo. ¿Y yo? ¿He de ser yo vil cristal en el cuerpo de la Iglesia, en vez de adornarlo a manera de piedra preciosa o cristalera límpida, que deja pasar toda la luz?… Cristo nos dio ejemplo. Por eso, hay que estudiar a Cristo, hincados de rodillas, con el alma ungida de oración, con amor ardoroso. Oigo a Cristo que me dice: “Ven conmigo. Trabaja conmigo”. Y yo no tengo para Cristo más que una respuesta: “¡Te sigo de cerca!”, cuanto más cerca, mejor…
La Iglesia, siempre fiel a Jesucristo, acepta la consigna que le diera el mismo Señor en el sermón de la Montaña: “Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mateo 5, 048), y le repitiera Pablo en la primera carta que salió de su pluma: “Esta es la voluntad de Dios, que seáis santos” (1Tesalonicenses 4,3)
El mundo moderno ha sufrido revoluciones que le han hecho cambiar profundamente en su manera de pensar y de actuar. La democracia, la independencia, la personalidad…, son ideas que tienen hoy un alcance muy vasto, y las resoluciones más importantes se toman muy individualmente, sin hacer caso a condicionamientos que antes eran intocables. Yo soy yo, se dice cada uno, y no acepto imposiciones extrañas.
Dentro ya de la Iglesia, los jóvenes son quizá los más empeñados en ser ellos mismos, y saben tomar las decisiones más valientes. Por eso, ante los muchos que dicen ¡A ser santos!, hay que ponerse a pensar: ¿no serán ellos los que nos están indicando el camino que hemos de seguir todos?…