Un trono y una corona
25. noviembre 2021 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Iglesia¿Hacia dónde va la Iglesia en su largo caminar?… En la Biblia tenemos la imagen más exacta en la marcha de Israel a través del desierto durante cuarenta años hasta la tierra prometida. Nosotros lo expresamos en nuestras celebraciones con el canto inicial tan bello: – Juntos como hermanos, miembros de una Iglesia, vamos caminando al encuentro del Señor.
La Iglesia conoce muy bien su destino final, encerrado en una florecilla encantadora del Padre San Francisco.
Un día le revela Dios al pobrecillo de Asís:
– Francisco, tienes que estar muy tranquilo. Yo te tengo contado entre el número de mis elegidos.
Francisco no puede con su felicidad, y llorando o cantando de alegría —era lo mismo llorar que cantar—, iba repitiendo fuera de sí:
– ¡Paraíso! ¡Paraíso!… ¡Entraremos en el Paraíso! ¿Qué me importa todo lo demás si un día voy a poseer el Paraíso?…
Otro, Felipe Neri, hacía algo parecido. El Papa lo quería nombrar Cardenal; pero Felipe agarraba su birrete, lo tiraba por el aire, mientras decía riendo: -¡Cielo, cielo, que no cardenalatos quiero!…
¿Ingenuidades de santos?… No; ésta es la visión celestial de cada uno de los hijos de la Iglesia, vivida por la fe y por una esperanza cierta que no puede confundir. Es el cumplimiento de la palabra de Jesús a los apóstoles poco antes de la pasión: -En el mundo tendrán presiones y dolor. Pero todo se cambiará después en un gozo que nadie les podrá arrebatar de las manos (Juan 16,22)
La Iglesia va hacia un triunfo final. El Apocalipsis lo dice con imágenes deslumbrantes, cuando describe la Jerusalén celestial, inundada de gloria… Tan luminosa, que no necesita de sol ni de luna que la alumbren, porque Dios y Jesucristo, el Cordero inmolado, la llenarán de resplandores indeficientes (Apocalipsis, capítulos 21 y 22). Imágenes éstas que excitan la imaginación para que siga soñando lo que es imposible comprender.
Es una verdad fundamental de la fe católica que la Iglesia tendrá un final glorioso, como el de Jesucristo su Esposo y Señor. Habrá triunfado en todos los frentes.
Su doctrina, su verdad, se habrá impuesto a todas las inteligencias.
Su lección de amor será vivida en plenitud.
Su santidad habrá transformado la vida de todos los elegidos.
Porque eso será el Reino en su consumación, cuando desaparecida del mundo la ignorancia, la injusticia, el egoísmo, la inmoralidad, la guerra y todas las calamidades, ya no reinarán sino el amor, la justicia y la paz en los cielos nuevos y en la tierra nueva, renovados para ser la digna morada de los hijos de Dios.
Y sobre todos esos bienes, estará el que supera a todos y comprende todos los bienes juntos como es la visión de Dios cara a cara, porque lo veremos tal como es Él.
Esto será el Paraíso, esto será el Cielo, esto será la gloria que esperamos. Esto es lo que Dios nos ha revelado y por lo cual soñamos, esto será el fin sin fin de la Iglesia.
Cuando se tiene esta fe, se comprenden muchas cosas que han hecho tantos hijos de la Iglesia y que a muchos les pudieron parecer verdaderas locuras.
Por las calles de Roma discurría una gran dama que a algunos les inspiraba compasión, a otros envidia, y admiración a todos. -Cuente, Catalina, ¿qué pasó?… Catalina había sido reina de Suecia, y ahora era una humilde hija de la Iglesia. Ella contestaba con modestia y con su sonrisa encantadora:
– Nada. Las leyes de mi país prohíben la religión católica, y yo, después de mucho estudio, de mucha oración, de muchas consultas, vi que valía más el Reino de los Cielos que un reinado sobre la tierra. Por tres años ceñí la corona real de Suecia, y al fin abdiqué para poder entrar en la Iglesia Católica, en un acto emocionante allá en Bruselas, y aquí me tienen ahora, en Roma, cerca del Vicario de Jesucristo. Soy feliz, esperando una corona y un trono mejores que los que dejé en mi tierra querida.
Catalina murió en Roma, y hoy sus despojos descansan en la Basílica Vaticana, donde su sepulcro llama poderosamente la atención.
Y otra princesa, igual. Hija del Rey de Francia Luis XV, vivía preocupada por su padre: -¡Mi padre, el Rey!… Con la vida que lleva, ¿qué será de su alma cuando Dios lo llame?…
Hasta que un día la linda joven se hace protagonista de un acontecimiento brillante y desusado. Los soldados cubrían la carretera. Un cortejo de Obispos y toda la nobleza de la Corte acompañan a la hija del Soberano, que en la iglesia de las Carmelitas se despoja de sus joyas a la vista de todos; y cuando las puertas de la clausura se cierran a sus espaldas, la princesa Luisa pasa a ser la humilde Hermana Teresa de San Agustín.
A los que le han preguntado por su resolución heroica, responde con amor de hija y con valentía de santa: -¡Por la conversión de mi padre el Rey, para que no pierda el Reino de los Cielos…
Este es el pensar de la Iglesia, y así actúan los cristianos que viven convencidos de su fe.
El paso por el mundo es transitorio, y el caminar se desarrolla con paso firme hacia una meta gloriosa, como es el Reino en su etapa final.
La Iglesia en el mundo, servidora de todos, quiere vivir en la pobreza y en la humildad, como el Niño de Belén y el Mártir del Calvario. Pero convencida siempre de que su fin no es una derrota, sino el triunfo en aquel paraíso que hacía llorar y cantar de alegría a Francisco cuando pensaba en él. Allí está Jesucristo, esperando coronar definitivamente a su Esposa y Reina, la Iglesia, ¡su Iglesia!…