Con Dios en todo lugar
15. diciembre 2021 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: DiosTodos sabemos que es muy difícil querer engañar a una madre. Le basta a ella mirar los ojos del hijo y auscultar el propio corazón, para darse cuenta de toda la verdad. Es muy difícil engañar a la mamá, pero aquel chico, que vivía en una finca y ya se había hecho grande, un día pretendió hacerlo:
– Mamá, me voy a la capital para trabajar allí.
– ¿A trabajar en la capital? ¿para qué? ¿que no tienes tu porvenir aquí?…
– Sí, ya lo sé; pero quiero ir a la capital.
– ¿Y en qué has pensado trabajar?
– No lo sé aún, pero me voy. No me gusta el campo.
– ¿De veras que no te gusta nuestra finca? ¿O pretendes otra cosa?…
El chico no podía seguir mintiendo, y, con brutal sinceridad, le dice finalmente a su madre:
– Mira, mamá, me voy porque aquí me aburro. En la capital nadie me conoce, y me sentiré libre.
– ¿Libre? ¿para qué?…
El muchacho enmudeció. Y prosiguió la mamá, tan buena educadora como buena cristiana:
– No, hijo mío, no. En la ciudad hay alguien que te verá siempre. De la mirada de Dios no te escaparás nunca.
La madre aquella, sin muchas teologías quizá, le estaba explicando al hijo un atributo de Dios que hoy vamos a tomar como materia de nuestra reflexión, la cual nos debe llenar el corazón de honda paz, al saber que hay un Dios que nos sigue con su mirada porque, como una madre, tiene siempre el corazón volcado hacia nosotros.
Dejemos a los filósofos y teólogos que discurran sobre el hecho de la presencia de Dios en todas partes. Allá se partan la cabeza discurriendo. Porque, ya lo decía San Agustín hace muchos siglos:
– Difícilmente se podrá decir dónde está Dios; pero resulta aún más difícil decir dónde no está.
Pasa como con el alma. El alma está en todo nuestro ser. Y, sin embargo, sin salirse de nosotros, ahora, con el pensamiento, se marcha hasta Tokio en el Japón o se sube de un brinco hasta la Luna…
Sin embargo, nosotros ahora pretendemos otra cosa muy distinta que filosofar sobre Dios.
Nosotros queremos sentirnos cerca de Dios, envueltos por su presencia amorosa, a la cual no se le escapa ni un paso de nuestros pies, ni un parpadear de nuestros ojos, ni un pensamiento fugaz de nuestra mente, porque, como decía San Pablo a los del Areópago en Atenas, en Dios vivimos, nos movemos y existimos.
¡Lástima que Dios no esté en todos de la misma manera!… Porque esto ya depende de nuestra libertad.
A los hombres, como a los ángeles, Dios se nos ha dado por su Gracia. Y todo dependerá de que el hombre esté o no esté en la gracia y amistad de Dios.
Mirando a los que rechazan la Gracia, Dios está en ellos de la misma manera que en una planta o en un mineral… No es vida de su vida; están distanciados de Él, aunque Dios penetre todo su ser.
La presencia de Dios en nosotros es presencia de gracia, presencia de amor, presencia de amistad, presencia de Padre en el corazón del hijo, porque nos hace participar de su misma vida, la que Él nos comunicó por Jesucristo.
Mirado así Dios en nosotros, tenemos, naturalmente, un santo temor a disgustarlo, y nos daría miedo perderlo.
Esta especie de miedo es el sentimiento que tantas y tantas veces sale en la Biblia con la expresión “temor de Dios”, lo cual no es miedo, ni mucho menos, sino la reverencia, el respeto, la piedad con que vivimos la fe en Dios y practicamos nuestra religión.
Por otra parte, a poca atención que pongamos a nuestros sentimientos íntimos y a la voz misteriosa que siempre notamos dentro de nosotros mismos, vemos que nos es difícil prescindir de la presencia de un Dios que nos envuelve tan amorosamente.
Se dio en una finca de Africa, donde trabajaban dos esclavos negros al servicio de un amo severo, que se ausentó una vez del campo. Uno de ellos gritó aliviado:
– ¡Al fin nos quedamos solos y podemos hacer lo que nos dé la gana!
El compañero, que ya se había hecho cristiano y frecuentaba la Misión Católica, le previene, señalando con el índice al cielo:
– ¡Mi Señor está todavía aquí!…
Es la presencia divina, cantada por un poeta:
– Doquiera que los ojos – inquieto torno en cuidadoso anhelo, – allí, gran Dios, presente – atónito mi espíritu te siente.
Tenemos una suerte muy grande al vivir esta fe en la presencia de Dios.
No nos sentimos solos nunca. Si hacemos el bien, sentimos el aplauso de Dios: -¡Bien, muy bien!…
Si alguna vez nos desviamos algo del recto camino, escuchamos la amonestación cariñosa del Señor —¡cuidado, vigila!—, que nos previene precisamente para que no nos perdamos.
Ninguno de nosotros tendrá la ocurrencia del muchacho que se iba a la ciudad para esconderse de la mirada de todos los conocidos y… hasta del mismo Dios si hubiera podido.
Nosotros preferimos, con más cordura, alegrarnos de estar siempre vigilados y cuidados por Aquél que nos conoce y nos ve, nos guarda, nos defiende y nos salva…