Valientes, dignos de Jesús

17. enero 2022 | Por | Categoria: Narraciones Bíblicas

Cuando leemos los Evangelios nos encontramos desde el principio con un hombre excepcional: con Juan el Bautista. Jesús lo llamó el mayor de los hombres. ¿Por qué este elogio de Jesús? No dice Jesús que sea Juan el mayor de los santos. Se refiere Jesús a Juan como profeta. Todos los profetas anteriores decían del Cristo que vendría un día al mundo, y lo decían mirando a lo lejos: ¡Vendrá, vendrá, vendrá!… Pero Juan, en el Jordán, lo señala con el dedo como ya presente: ¡Miradlo! ¡Es éste! ¡Ese, ése es el Cordero de Dios!…

Juan, después de preparar la venida del Señor con aquel bautismo de penitencia en el Jordán, es apresado por el rey Herodes Antipas, que lo tiene bien sujeto dentro de la prisión de su fortaleza en Maqueronte, a la orilla oriental del Lago. Juan ve todo el fracaso de su vida. Y se pregunta:
– Preso, ¿por qué? Yo no he hecho más que anunciar la venida de Jesús. Al rey Herodes le he denunciado su adulterio: ¡no puede vivir con su cuñada!… Y ese Jesús, del que me dicen esas cosas y que obra tantos prodigios, ¿no se podría interesar por mí? Me cuentan que también lo persiguen a él. Entonces, ¿es o no es el Cristo que espera Israel?…
Estas son las terribles dudas de Juan. Y cuando van a verle en la cárcel sus discípulos, manda hasta Jesús a dos de ellos para que se cercioren por el mismo Señor. Y preguntan a Jesús:
– Maestro, Juan nos encarga preguntarte a ti mismo: ¿Eres tú el Cristo que tiene que venir, o hemos de esperar a otro?
Jesús comprende la angustia de Juan. Y en vez de responderles a sus emisarios con discursos, les encarga que le cuenten lo que están viendo:
– Id a Juan, y contadle lo que estáis viendo y oyendo. Decidle cómo los ciegos recobran la vista; cómo los sordos oyen; cómo los cojos andan; cómo los leprosos curan de su enfermedad; cómo los muertos resucitan, y cómo son evangelizados los pobres. ¡Dichosos los que no se extrañan de esto, y nos se escandalizan de mí!
Juan tenía bastante. Era listo, y entendió. Ahora ya podía morir, si éste era el capricho de Herodes. Si no le escandalizaban las persecuciones de Cristo, menos podía extrañarse de las suyas propias.
Pero, ahora le tocaba el turno a Jesús para hablar de Juan. Y se dirige a la gente, cuando se han marchado los dos enviados del Bautista:
– ¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Un hombre vestido delicadamente?… Venía a decirles: A estos hombres flojos, dejadlos para vivir en palacios de reyes. Mis anunciadores son hombres de carácter, austeros, valientes, sin miedos… Y añade, viendo la dureza de los judíos, que no aceptaron a Juan ni le aceptan ahora a Él:
– Desde que empezó a predicar Juan Bautista, el Reino de los Cielos padece violencia, y solamente los esforzados, los valientes, se hacen con él y lo conquistan (Mateo 11,1-19. Lucas 7,18-35)

Da gusto encontrarse con unos hombres como Juan y como Jesús.
¡Hay que ver qué seguridad que nos infunden!
¡Hay que ver cómo nos estimulan a la valentía y la generosidad!
¡Hay que ver cómo nos animan a vivir la fe, a pesar de las dificultades que entraña!…
Porque, si nos detenemos a analizar esta escena del Evangelio, vemos a la primera que seguir a Jesús no es para cualquiera. Es únicamente para los decididos y los que son capaces de renunciarse.

Ante todo, no hay que dudar de Jesucristo. Se entienden las angustias de Juan el Bautista, que no tenía aún el testimonio de la Resurrección de Jesús.
Pero nosotros, que conocemos todo el misterio de Cristo, no dudamos nunca ni de su palabra, ni de su misión. Y proclamamos con firmeza:
¡Jesús es el Cristo!
¡Jesús es el Salvador!
¡Jesús es el Fundador de la Iglesia!
¡Jesús es el Señor que reina en el Cielo! ¡Jesús es el Juez que un día volverá!
A este Jesús seguimos. Por este Jesús nos jugamos la vida. Y, cuando así profesamos nuestra fe y nuestra fidelidad a Cristo, nos sentimos también grandes en medio de nuestra humildad. Jesús mismo nos proclama grandes en el Reino de los Cielos.

Hoy nos encontramos con una ideología muy acertada y justa.
Se trata de la humildad o modestia con que el cristiano ha de vivir su fe y ha de mirar la vida de la Iglesia.
No queremos triunfalismos. No nos gusta hacer apologías o defensa de la Iglesia a base de glorias humanas. Aceptamos más bien el ser unos humildes servidores del mundo. Eso está muy bien. Pero lo que no está bien es el vivir acomplejados y temerosos de reconocer los valores supremos que la gracia de Dios ha depositado en los hijos de la Iglesia. Hay muchos valores en el mundo, cierto. Pero es inútil buscarlos mayores que los atesorados en la Iglesia.

¡Señor Jesús!
Nosotros no dudamos de ti. Aunque nos vengan dificultades, como a Juan. Y ojalá puedas Tú gloriarte de nosotros, y digas, como dijiste al marcharse los emisarios del Bautista, que somos grandes, muy grandes, porque pertenecemos al Reino de los Cielos, y sabemos vivir con gallardía nuestra condición de cristianos…

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