30º. Domingo Ordinario (C)
21. octubre 2022 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Charla DominicalNo dice nada el Evangelio de Lucas sobre la reacción del público que escuchaba a Jesús cuando narró la parábola que hoy nos propone la Iglesia: la del fariseo y la del publicano. Pero podemos imaginarnos que la gente sencilla del auditorio se moría de risa; y los fariseos, por el contrario, estaban que se recomían por dentro.
Porque Jesús, con un humor simpático de verdad, pintaba ante todos el defecto más grande de aquellos dirigentes del pueblo, los cuales, teniéndose por santos, despreciaban a los otros porque eran todos unos pecadores malditos.
Ahora viene Jesús, y con ironía despiadada, dice todo lo contrario, pues es como si dijera:
– ¡Fariseos, cuidado!… ¡Pecadores, tranquilos!…
Pero, pasemos a la parábola de Jesús.
Un fariseo y un publicano coincidieron en el templo y ambos se pusieron a orar. Uno y otro rezan en voz audible, como solían hacerlo con naturalidad.
El publicano se coloca delante, para que todos lo vean. Y de pie, como era costumbre. Además, como es un santo, no tiene por qué humillarse ni ante Dios; al contrario, se puede presentar sólo con obras excelentes. Y así, empieza a decir, con los ojos bien altos hacia el cielo:
-¡Gracias, oh Dios, porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros…, y menos como ese publicano que está allí detrás! Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.
No sabía qué más inventar para alabarse a sí mismo y poner contento a Dios.
La gente que escuchaba a Jesús debía estar gozándola en grande: -¡Así, así rezan los fariseos!…
Y se decían después: -A ver, a ver cómo rezaba el publicano…Porque el publicano era un personaje muy interesante. El publicano, o cobrador de tributos, era considerado como un pecador público, ladrón y sacrílego, pues los cobradores de impuestos robaban lo que podían y además estaban al servicio de Roma, pueblo pagano y opresor del pueblo de Dios. En el Israel de entonces, los pecadores públicos eran, entre las mujeres las prostitutas, y entre los hombres los publicanos. Por lo mismo, ahora Jesús va a hablar de la oración de estos pecadores.
Y con sonrisa compasiva, cariñosa, comprensiva, prosigue Jesús:
– ¿El publicano? Ni se atreve a ponerse de pie, sino que se impone una postura desusada: se inclina hacia el suelo, no alza la vista de pura vergüenza, y toda su oración consiste en una confesión y una sola invocación, que va repitiendo mientras se golpea el pecho: ¡Señor, ten misericordia de mí, que soy un pecador!…
La gente comprende, y respira feliz:
– Así rezamos nosotros, porque no podemos presentar las obras buenas de los fariseos.
Pero Jesús añade con seriedad muy grave:
– Les aseguro, que este publicano salió del templo y se fue a su casa perdonado y hecho un santo, a diferencia del otro…
Aunque Jesús no quiso seguir denunciando más, pero se entendía muy bien lo que ahora aseguraba:
– El otro, el fariseo, se marchó con todos sus pecados, además de uno nuevo más grande encima, como era el de una soberbia intolerable delante de Dios. Porque, debéis tener presente, que todo el que se ensalza será humillado, mientras que el que se humilla será ensalzado.
¿Qué nos enseña esta parábola de Jesús, tan simpática, y tan seria?… Contiene lecciones profundas y fundamentales para la vida cristiana.
Primera lección, que la salvación es completamente gratuita.
No son nuestras buenas obras lo que podemos presentar ante Dios, sino nuestra nada y nuestro pecado.
Dios da la gracia al humilde que se reconoce culpable.
Nosotros acogemos esa gracia de Dios, y con ella hacemos después las obras buenas que Dios nos pide y nos manda, pero que son más de Dios y de su gracia que de nuestro esfuerzo.
Gloriarse de las obras propias es atribuirse la salvación a sí mismo, y esto Dios no lo puede tolerar.
Segunda lección. Lucas nos ha avisado que Jesús dijo la parábola porque veía cómo algunos despreciaban a los que consideraban pecadores.
¿Quiénes somos nosotros para juzgar al hermano?
Ese pecador de hoy puede que sea el día de mañana, una vez vuelto a Dios, un santo de categoría excepcional. El que sabe decir: -¡Señor, ten compasión de mí, que soy un pecador!…, ya empieza a ser un santo, que a ver hasta dónde llegará…
Una conocida escuela moderna de perfección cristiana mantiene a sus candidatos durante mucho tiempo, meses y quizá años, con sola esta oración: -¡Señor, piedad!… ¡Señor, que soy una pecadora!…
Como Dios se vuelca hacia los humildes, esos que se reconocen pecadores suben después a una oración muy alta.
¡Señor Jesucristo, corona y premio de los humildes!
Tú mismo proclamaste la humildad de tu Corazón amante,
y nos dijiste que aprendiéramos de ti.
¿Por qué no me das a mí la gracia de ser humilde de corazón?…