La tarea de la educación
24. enero 2023 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: FamiliaEs indiscutible que, cuando tocamos temas familiares, uno de los puntos que más interesa es el de la formación y educación de los hijos. No es la primera vez, ni será la última, que sale este asunto tan capital en nuestros escritos. Y, a buen seguro, que nunca será con disgusto de los queridos lectores…
Hoy nos preguntamos: ¿qué implica esto de la educación? Y las respuestas pueden salir a montones. Aquí nos vamos a limitar a insinuar solamente algunos puntos.
El primero que ponemos es, quizá, el que menos gusta y el más inoportuno, a saber: quitar los defectos.
Hay que partir del hecho de que el niño, por encantador que sea, viene al mundo con la carga del pecado original. Las apariencias son de momento muy graciosas, ¡por algo queremos tanto a los niños! Pero pronto empiezan a aparecer cosas y cosas que no nos gustan nada. ¿Queremos que salga de allí un hombre o una mujer cabales? No hay más remedio que empezar a con maestría…
Se me ocurre ahora la anécdota de Miguel Angel, el escultor más célebre que ha tenido la Humanidad. Se le pregunta: Pero, ¿cómo haces para producir esas maravillas? Y Miguel Angel, sin dar importancia a su genial respuesta: ¡Si es tan fácil! La escultura que ha de salir está toda en el bloque de mármol. Sólo es cuestión de ir quitando con los golpes todo lo que sobra…
Ante todo, pues, en la formación del niño no hay que perdonar los defectos. Es doloroso el corregir, pero el deber se impone. El hombre y la mujer del día de mañana no nos perdonarían nuestros descuidos. Exigirán, eso sí, delicadeza. Un «golpe» mal dado —con genio, con rigor, con gritos, con intemperancia—, podría estropear la estatua perfecta en que soñamos…
Como contrapartida a la corrección de los defectos, viene la segunda parte de la educación: descubrir los valores del niño, que tiene muchos, para enseñarle después a explotarlos al máximo. Esto requiere observar atentamente al niño y a la niña para ver hacia dónde se inclina, a lo mejor con sus juegos, pero que descubren las aptitudes de que están dotados.
Entre los poetas latinos —al lado mismo de Virgilio y de Horacio—―descuella como nadie Ovidio. Su padre no sabía que estuvo a punto de echar por tierra y anular para siempre a un niño tan superdotado. Al padre no le gustaba que el pequeño hiciera versos. Y la corrección, muy romana, era a base de golpes, que no eran una broma. Cuando el desaprensivo padre veía que el niño estaba componiendo versos, agarraba el látigo y le zurraba fuerte la badana… El niño, entre gritos desesperados, pedía en perfecto hexámetro, que le salía de la boca con la misma naturalidad que el agua de la fuente: ¡Ay, ay, mi padre querido, ya nunca más haré un verso!…
¿Por qué aquel papá no discurría de otra manera? Podría haberse dicho: Si este mi hijo vale tanto para la poesía, ¿por qué no explotar debidamente un valor que lo puede hacer famoso?… Y Ovidio fue famoso a pesar de su imprudente padre… (El verso famoso: “Vae, vae, care pater, nunquam iam carmina dicam”)
Descubiertos los valores de los niños, hay que saber hacerles adquirir las cualidades necesarias para explotarlos. Los mismos niños habrán de ver las aptitudes que tienen, para dejarles seguir la corriente. Cuando se les deja hacer aquello por lo que sienten natural inclinación, salen unos especialistas en un punto determinado, que les valdrá mucho después en la vida.
Habrá que inculcarles el sentido del deber, y decirles muchas veces: ¡Mira cuánto que vales! ¡Estudia fuerte y verás lo que llegas a ser!… De este modo, sobrarán los castigos y los premios para que cumplan todas sus obligaciones.
Referente a estos puntos, viene una cuestión a veces algo debatida: ¿hay que alabar, hay que premiar en la educación?… Ciertamente, que la alabanza inoportuna y el premio exagerado o indebido no hacen ningún bien a los niños. Pero no hay modernamente educador que no valore mucho el estímulo que infunde en los niños la alabanza y el premio sinceros, discretos, merecidos, oportunos.
Educador como San Juan Bosco ha habido pocos. Y el domingo invitaba a su mesa a los mejores alumnos, elegidos en votación secreta por los compañeros. Acabada la comida, se entretenía con ellos y les regalaba un dulce. El Jueves Santo por la tarde lavaba los pies a los doce mejores alumnos y después los pasaba a cenar consigo. Premio como éste les entusiasmaba a los muchachos, que sin una alabanza directa, sin un regalo costoso, conseguía efectos maravillosos.
Estas normas han de cimentarse en la formación religiosa. Sin Dios en la base, la educación se desploma por no tener fundamento estable. Pero con Dios en la conciencia del niño, la educación es perfecta y obtiene los mejores resultados.
Fue la gran lección de Napoleón cuando encargó la educación de su hijo: Señora, edúquelo para que sea un buen cristiano. Uno de los presentes se rió de semejante ocurrencia. Lo nota Napoleón, y replica severo: Sé lo que me digo. Eduque a mi hijo para que sea un buen cristiano; es la manera mejor y más segura de que sea también un buen francés.
Siempre que hablamos del niño nos vamos instintivamente con el pensamiento y el corazón a Nuestro Señor Jesucristo. Su grito conmueve hasta las piedras: ¡Dejad que los niños vengan a mí! Y nosotros, por nuestra parte, no podemos llevar a Jesucristo con elegancia unos niños que dependen de nosotros y no valen para nada. Le ofrecemos lo mejor, y preparado de la mejor manera…