El amor en la educación

14. febrero 2023 | Por | Categoria: Familia

Los padres de familia, cuando son responsables, tienen una preocupación grande: ¿Quién y cómo educará a nuestros hijos?, se preguntan. Porque de nada serviría el haber dado la vida al hijo, si el hijo después se perdiese en la vida.

Hoy se habla mucho de la educación de los hijos a nivel de sociedad. Los Estados han asumido sobre sí la tarea de la educación, ¡gracias a Dios!, y si la educación se atiene a las normas morales y se desarrolla sin lesionar los derechos inviolables de los padres, hay que mirar la acción del Estado como una verdadera y grande providencia de Dios.

En los Estados totalitarios, lo primero que se hace es apoderarse de la escuela y subordinarla a las directrices doctrinales del partido. Lo cual es una violación descarada del derecho primario de los padres a la elección libre de la escuela.

Fue a este propósito ejemplar la actitud de aquel gran Papa Pío XI en los tiempos del fascismo italiano. La Iglesia tenía ya en la mano la solución demasiado grave e importante de la llamada Cuestión Romana, tan soñada por toda la Iglesia y en especial por Italia, cuando el Partido fascista se adueña de la escuela.
Pío XI protesta enérgico: ¡No puede ser esta violación del primer derecho de los padres!
Mussolini sabe que si no se apodera de la niñez y de la juventud, le fracasan todos sus planes políticos en orden a una Italia grande según su mentalidad: ¿Qué hago sin la juventud en mi mano?….
Pío XI sabe que si se opone al Dictador, pierde el Estado Pontificio. Se entabla una dura batalla entre el Dictador y el Papa, que se mantiene inflexible: ¡No cederé, aunque se pierda todo!
Gracias a Dios, se puso en juego la buena voluntad, y el Estado respetó el primer derecho de los padres a la elección libre de la escuela y a la educación cristiana de los hijos.

¿Qué es lo primero que hay que buscar en el educador? La Iglesia Católica tiene en esto más palabra que nadie, porque nadie le gana en experiencia cuando se trata de la educación de la niñez y juventud. Y lo primero que nos dirán los grandes educadores de la Iglesia, es: ¡Amor! Amor sobre todo. Que el educando llegue a descubrir amor en el educador.

Es curioso lo que le ocurrió una vez a San Marcelino Champañat, el Fundador de los Hermanos Maristas. Había empezado la educación de aquellos niños pobres cuando no contaba con ningún medio humano. Pero, como es natural, aquel santo sacerdote derramaba un amor inmenso sobre sus niños. Los pequeños, pobres hijos de familias muy humildes, venían desde muy lejos. Y un día, al ir el buen cura Marcelino a la iglesia, en pleno invierno, se encuentra a los pequeños ante la puerta tiritando de frío:
– Pero, ¿cómo habéis venido de tan lejos con este frío en medio de la noche? ¿qué ha pasado?
– Pensábamos que ya era la hora. Mire la luna.
Efectivamente, la luna llena, con tanto resplandor, les había engañado, pensando que ya era inminente la salida del sol. Estarían muertos de frío y de hambre, pero no se perdían la clase con un educador que tanto les amaba.
Era el mismo San Marcelino que escribió esta nota sobre la educación:

* El educador es un padre, porque toda educación es una transmisión de vida moral. El educador es un magistrado, porque está por encima de la de otros magistrados. El educador es un apóstol, porque gana las almas para Jesucristo. El educador es un soldado, pues ve cómo todos los partidos se quieren hacer con el imperio de la educación. Bajo la cuestión, sencilla en apariencia, de saber quién se acerca al niño para enseñarle la lectura o el cálculo, se oculta en último análisis una cuestión de soberanía: el triunfo del bien o del mal, porque el niño pertenecerá, durante toda su vida, al que se habrá apoderado primero de su corazón.

Esto vale para todo educador, sea de la cualidad que sea: lo mismo que de los padres en el hogar —y si se trata de amor, está de más decirlo respecto de los papás—, que del religioso o religiosa en un colegio de la Iglesia, como de un maestro o maestra en una escuela del Estado.

Nos lo confirma así la experiencia de cada día. Cuando los niños —lo decimos en especial respecto de la escuela pública— encuentran un educador o educadora que derrocha amor, a la par que competencia, deja en los alumnos una huella profunda. Un santo sacerdote de París, fundador del gran Seminario de San Sulpicio, escribió una carta famosa, en la que decía:
– Lo digo de todo corazón, mendigaría de puerta en puerta para mantener a un verdadero maestro de escuela.

Y es que la educación no es precisamente transmisión de conocimientos y de ciencia. La ciencia como los conocimientos se imparten y se aprenden, y para esto basta la formación profesional y el sentido de responsabilidad en la clase.  

La educación es diferente. La educación se da, se transmite, se vacía en el corazón del niño y de la niña, que la reciben como el perfume en el frasco. Y es imposible educar cuando no hay amor. Mientras que con amor, aunque los medios disponibles no lleguen a mucho, la pedagogía que utiliza el corazón supera con mucho a todos los adelantos que el dinero pone en las escuelas más ricas.

Cuando se trata del niño, volvemos obligadamente la mirada al Jesús del Evangelio. Aquel ¡dejad que los niños vengan a mí! resuena demasiado fuerte en nuestros oídos. Y también su promesa: Lo que hacéis a uno de estos pequeños que creen en mí, me lo hacéis a mí. ¿Vale?…

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