Encomendados al Espíritu
15. febrero 2023 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: GraciaAgonizaba aquella buena madre. Mientras tanto, una hija muy jovencita tenía que ir a la Iglesia, porque allí estaba el Arzobispo dispuesto para empezar la administración de la Sagrada Confirmación. Y la madre, desde su lecho de muerte, eleva su plegaria: ¡Espíritu Santo, óyeme! Toma a esta hijita mía, y hazla totalmente tuya.
Y se dirige a los que le rodean:
– No importa que falte Gema. ¿Qué cosa mejor puedo hacer antes de morir que confiar esta mi hija al Espíritu Santo? Cuando yo falte, sabrá ella a quién se la he dejado.
Felicitamos a esta madre de fe. Realmente, que no se equivocaba al escoger el tutor de su hija. El Espíritu Santo se ocuparía en hacer de aquella niña, y en muy pocos años, una Santa de la talla de Gema Galgani…, tan bella, tan querida.
De la buena madre que tenemos en el hogar pasamos a la otra Madre que es la Iglesia, la cual, apenas nos ve crecidos, lo suficiente para saber lo que será nuestra vida, nos toma de la mano y nos lleva de nuevo ante el altar, para decirnos:
– Hijo mío, hija mía, la vida es una aventura. ¿Vas a saber tú sortear todos los riesgos? ¿Serás valiente para vencer? ¿A quién te vas a confiar?… Yo sí que sé a quién confiarte. El Espíritu Santo será tu guía, tu sostén, tu fuerza. ¡Recíbelo ahora! Que se posesione totalmente de ti. El te va a agarrar fuerte la mano. Tú, no te escapes nunca de la suya…
Si empleamos un lenguaje como éste para expresar lo que es la Confirmación, no está mal. Es exacto, ciertamente. Pero no nos dice toda la realidad de ese gran Sacramento. El Espíritu Santo, cuando lo recibimos en la Confirmación, no queda como alguien externo a nosotros. No, porque se posesiona tan totalmente de nuestro ser, que viene a ser el alma de nuestra alma.
Aquel joven —tenía ya veintinueve años— había llevado una vida muy arrastrada. Era nieto del escritor francés que había publicado la Vida de Jesús más hipócrita y más mala que se podía escribir. Si el nieto resultaba tan nefasto como el abuelo, cuánto mal que se podía temer para muchas almas…
Pero Dios estaba al tanto, y Ernesto se convierte. Se prepara con un interés grande para la Confirmación, la recibe con devoción extraordinaria, y, una vez recibida, le dice entusiasmado al Obispo:
– Monseñor, me parece que tengo otra alma. ¡Sí, yo tengo otra alma!…
San Pablo nos lo dice con esta expresión tan bella: La gracia de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (Romanos 5,5). Se ha vaciado totalmente en nosotros y nos ha llenado de la santidad de Dios. Se ha hecho alma de nuestra alma. Es corazón de nuestro corazón. Es el motor de toda nuestra actividad.
Su acción sobre nosotros la resume ese himno tan precioso del Espíritu Santo en estas tres peticiones que le hace al final: danos vigor para practicar la virtud; danos éxito feliz con nuestra salvación; danos el gozo eterno.
Efectivamente, cuando el Espíritu Santo mora en nosotros por su gracia, la práctica de la virtud cristiana se convierte en algo normal. Se ora, se reza, se canta sin darse uno cuenta, porque el Espíritu Santo es quien mueve nuestros labios para hablar con Dios. El Espíritu Santo —nueva Ley de Dios escrita en nuestro corazones, y no ya en tablas de piedra como las de Moisés—, nos dicta secretamente cuál es la voluntad de Dios sobre nosotros en cada instante. El Espíritu Santo es quien nos previene amorosamente ante cualquier peligro para nuestra alma: ¡Cuidado, no hagas eso!…
Pero todas estas mociones del Espíritu Santo no se reducen a inspiraciones o palabras. Nos da toda la fuerza para actuar: ¡Hazlo! ¡No te desanimes! ¡No digas que no puedes, pues yo estoy contigo!
Si se pasa la vida de este modo bajo la acción del Espíritu Santo, la salvación final es una consecuencia también normal del todo. No se puede perder el alma que así ha obedecido al Espíritu de Dios. Cuando San Pablo nos dice que no contristemos al Espíritu Santo, nos pone ante la triste y dolorosa realidad de que podemos disgustar al Huésped Divino de nuestro corazón. Pero el mismo Espíritu Santo, tan bueno, tan caballero, nos impulsa a pedirle perdón, y ¡y qué pronto que se rinde Él ante nuestra humildad para hacer las paces con nosotros, a los que tanto quiere, a los que tanto ama!…
Obtenida por el Espíritu Santo la salvación que nos mereció Jesús, podemos sospechar lo que será después el gozo de nuestro encuentro —ya sin velos, sino cara a cara— con ese querido Espíritu Santo que siempre ha estado escondido en nosotros. Ese gozo ya no se acabará nunca. Será tan eterno como el mismo Dios. En el Espíritu Santo, que es el amor del Padre y del Hijo, estaremos engolfados siempre, como el pez en el océano inmenso, dentro de la misma dicha de Dios.
Hoy la Iglesia nos impone el deber sagrado de redescubrir el valor de la Confirmación. Nosotros la queremos apreciar como se debe. Y la queremos vivir con verdadera fruición en todos los actos de la vida, como la vemos disfrutar en los grupos y asambleas de la Renovación Carismática. El Espíritu Santo se nos quiere dar así en su Iglesia, bajo la dirección y supervisión prudente de nuestros Pastores, asignados por el mismo Espíritu para ser nuestros guías seguros.
Nuestra Madre la Iglesia, igual que aquella madre moribunda con su hija tan privilegiada, nos ha confiado al Espíritu Santo. Nosotros mismos lo llamamos continuamente con esa plegaria que repiten millones de labios: ¡Ven, Espíritu Santo!…