Las esperanzas del hogar

28. febrero 2023 | Por | Categoria: Familia

En una entrevista para los medios de comunicación social le preguntaron al Cardenal Arzobispo de París: -¿Cómo cree usted que va a ser el Tercer Milenio?
Y el inteligente Prelado contestó muy juiciosamente: -Eso, pregúntenselo a los niños.
¡Muy bien dicho! Es una respuesta que solamente pueden dar los que van a construir esos siglos por venir.

Pero, ¿no nos toca a nosotros algo de responsabilidad —y mucha responsabilidad— sobre el mundo futuro? A nosotros nos toca precisamente el formar a esos niños y a esos jóvenes que van a ser los constructores del mañana.
Nos toca disponerles el hogar de tal modo que salgan de él, cuando les toque marchar, hechos unos hombres y unas mujeres capaces de transformar ese mundo que el tiempo —Dios, gobernador del tiempo— pone en sus manos.

El Papa Juan Pablo II, en los mismos días que el Arzobispo de París daba esa respuesta tan aguda, se dirigía a los jóvenes con el mensaje de invitación a la gran Jornada Mundial que se celebraría en Roma durante el Gran Jubileo, y les avanzaba una arenga apasionante: -¡Jóvenes de todos los continentes, no tengáis miedo de ser los santos del nuevo milenio!

Esto de que nuestros jóvenes sean los santos de que se gloriará la Iglesia en los siglos que van a venir, no es el sueño de un Papa fantasioso. Es el anhelo de Jesucristo, que invita a los jóvenes, con las mismas palabras de Papa, a ser contemplativos y amantes de la oración; coherentes con la fe y generosos en el servicio a los hermanos, miembros activos de la Iglesia y artífices de paz.
¿Es posible que sean esto los niños y los jóvenes si no lo han vivido en el propio hogar, aprendido de sus padres, que legan a sus hijos semejante herencia, tan rica, valedera más que muchos millones?…

Como en este nuestro mensaje de hoy no hablamos directamente a los niños y jóvenes, sino que nos hablamos a nosotros mismos como responsables de su formación para que respondan a tan grandioso ideal, nos fijamos en esos puntos señalados por el Papa, a fin de preparar el terreno para que se desarrolle vigorosa la vocación a la santidad a la cual destina Dios a nuestros niños y a nuestros jóvenes.

Porque, ¿serán santos si no son muchachos de oración?
¿Serán santos, si su fe va por una parte y su conducta desdice totalmente de la fe que profesan?
¿Serán santos, si son egoístas, incapaces de darse a los demás?
¿Serán santos, si no les importa nada la Iglesia ni les dice nada eso de trabajar por el Reino?
¿Serán santos, si no se arriesgan a trabajar por la paz; si no hacen nada por el mundo que los reclama a gritos; si se cruzan de brazos ante la injusticia que sufren muchos hombres; si por comodidad se pasan la vida en un dulce no hacer nada, tan indigno de almas generosas?…

Todos vemos que eso es un imposible, porque la santidad es riesgo, es entrega, es un darse a Jesucristo sin reservas. Y eso no se puede hacer en la vida si no tiene raíces hondas desde el hogar.

En un país de la vieja Europa, donde el invierno es rigurosamente frío, se dio un caso ejemplar. A pesar de que la religión había sufrido ya para entonces muchos fracasos, pues la nación de había descristianizado tan seriamente, un señor, no precisamente rico, pero caballero de pies a cabeza, derrochaba generosidad con cualquier necesitado que acudía a él, y acudían muchos sabiendo que serían siempre atendidos. Amigos más íntimos, le preguntan una vez:
– ¿De dónde le viene ese corazón tan maravilloso, que no sabe usted guardarse nada para sí? Casi nos es un reproche, pues nadie se ve con agallas para hacer lo mismo.
Y él, con modestia, pero también con enérgica sinceridad, contó lo siguiente.

No piensen que yo sería así espontáneamente. Eso que ven en mí se lo debo a una lección de mi madre. Aquel día de invierno hacía un frío glacial. A las ocho de la mañana, se presenta en la puerta de casa un mendigo pidiendo limosna. Mi madre —estaba yo presente en la puerta—―le alargó la consabida moneda de diez céntimos. Pero, como si le hubiera dado graves remordimientos, repone con rapidez: -Oiga, hermano, ¿le gustaría tomarse una taza de café caliente?
Al pobretón aquel se le iluminaron los ojos, mientras mi madre proseguía: -¡Espere, espere un momento, que se lo voy a preparar!
Le baja el café con todo cariño, el viejo andrajoso se reanima, y el ¡Adiós! con que se despidió de casa no lo he olvidado nunca. Yo era muy niño. Pero aquel hecho fue decisivo en mi vida. No tengo corazón para resistir ante una necesidad. Y no me privo de la felicidad que me da ver tantas veces reproducida, en los que puedo ayudar, la cara de aquel mendigo primero. Cuando se van, todos tienen la misma cara, la misma mirada, el mismo acento en su ¡Gracias! y en su ¡Adiós!…

El caballero cristiano hablaba de la caridad con los pobres. Pero nosotros decimos lo mismo de las lecciones de piedad y de oración, que solamente se aprenden en el hogar. De la nobleza y de la delicadeza de sentimientos. De la honestidad y limpieza de vida. De la justicia y del amor a la paz.

El Milenio será lo que sean nuestros niños, es cierto. Y entre nuestros jóvenes habrá grandes santos y santas, no lo dudamos.
Pero los niños y los jóvenes del Milenio tan esperanzador no brotan espontáneamente en el bosque como los hongos. Nacen y se forman en el hogar que nosotros les preparamos y les damos. ¡El hogar! Semillero de almas selectas y vivero de los espíritus más grandes…

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