Una gracia exigente
22. febrero 2023 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Gracia¿Me permiten, queridos amigos, que les lea unas líneas nada más, de algo que he leído y que me ha impresionado? El escritor se dirige a un hombre poco delicado con su conciencia, y, recordándole su condición de hijo de Dios, empieza a reprocharle:
Eres algo importante, venido de Dios, cuya naturaleza divina participas. ¿No sabes de dónde has venido? ¿Por qué cuando comes no quieres acordarte quién eres tú y a quién estás sustentando al comer? ¿No sabes que alimentas a un Dios? ¿Ignoras esto? No eres una imagen de oro o plata, sino que dentro de ti traes a Dios, al que profanas con pensamientos poco limpios y acciones torpes. ¿Cómo estando presente Dios en tus entrañas te atreves a estas cosas?…
No sigo. ¿Verdad que esto es cierto? ¿Y saben ustedes quién nos lo dice? Muchos, conocedores de la Sagrada Escritura, me contestarán inmediatamente: Cualquiera diría que ha copiado a San Pedro, que nos escribe en sus cartas:
Habéis sido regenerados con una semilla incorruptible, inmortal. Y que después añade: Porque habéis llegado a ser partícipes de la naturaleza divina, para huir así de la corrupción de este mundo (1P 1,23 y 2P 1,4))
Si esto nos dijo San Pedro, ese escritor no hace sino copiar al Apóstol. ¿Verdad que cualquiera me contestaría esto?
Pues, miren ustedes: si traigo a ese escritor es porque no acabo de creer que sean palabras de un filósofo pagano, llamado Epicteto, contemporáneo los Apóstoles. Si no lo hubiera leído en un libro muy serio, les repito, no lo creería. ¿Cómo con la luz natural de la sola razón llegó a adivinar lo que somos nosotros por Jesucristo? ¿Y cómo pudo sacar de esta verdad unas consecuencias morales tan serias y precisas?
A esto vamos nosotros ahora. ¿Qué exige de nosotros nuestra condición de hijos de Dios? Esa gracia tan enorme que Dios nos ha dado, de llamarnos y ser de verdad hijos de Dios, ¿a qué nos obliga?… (Juan 3,1)
Para empezar, y dicho en una palabra, a portarnos como hijos de Dios, sin desdecir de nuestra condición. Somos hijos de Dios, y por lo mismo tenemos que ser dignos de Dios, ¡pues vaya Padre que tenemos! No podemos pensar en uno mayor.
Es muy conocido el caso, tantas veces repetido, de aquel rey bárbaro, Teodorico, uno de los que asolaron el Imperio Romano y acabaron con él. Adopta un hijo, y lo forma serio, valiente y digno en todo de su padre, con estas palabras:
– Te adopta un padre tal, que te estremecerás el día en que llegues a conocer tu linaje.
Cuando hoy los cristianos pensamos en hacer algo por el mundo —porque estamos empeñados en trabajar por un Mundo Mejor—, lo primero en que pensamos es en la vida de testimonio. El mundo nos seguirá cuando nos vea dignos hijos de Dios. Todo lo que va contra el amor, contra la honestidad, contra la justicia que reclaman los hombres, todo eso es un antitestimonio que nosotros no nos permitimos nunca.
Por el contrario, hacemos nuestras, y nos aplicamos de veras, aquellas palabras del apóstol San Pablo (Filipenses 4,8):
– Todo cuanto halléis de verdadero, de justo, de santo, de amable y digno de elogio, toda virtud y todo lo que merece alabanza, tenedlo en grande estima.
¿Hijos de Dios? Luego, nada en nosotros indigno de Dios.
¿Hijos de Dios? Luego, abrazados con todo lo que sea digno de Dios.
En aquellas catequesis que se nos dieron como preparatorias para el Tercer Milenio, se nos recordaban y se nos pedían cosas muy concretas como consecuencias de esta verdad sobre nuestra filiación divina.
Empezaban por pedirnos y hasta exigirnos el estar adornados de humildad para tratar a los hombres, como los trata nuestro Padre celestial. A todos los hombres, aunque no estén en la Iglesia, aunque sean malos, aunque se porten mal con nosotros. Porque nosotros debemos reflejar la bondad de nuestro Padre, que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y suelta la lluvia sobre el campo de los malos igual que sobre el de los buenos (Mateo 5,45-48)
Este amor a los demás, sin distinciones enojosas y hasta injustas, nos empuja a trabajar por la salvación de todos. A dilatar las fronteras del Reino. Ya que nosotros tenemos la dicha de llamar ¡Abbá! ¡Padre! a Dios, hemos de hacer llegar esta felicidad a todos los hombres.
Aunque con esto de ser hijos de Dios hemos recibido la mayor de las gracias, no pensamos que estamos salvados del todo. Esto lo dicen cristianos muy mediocres y presuntuosos. El haber optado por Cristo no es garantía de seguridad total ante la salvación, pues podemos fallar a Dios. Por eso vamos con cuidado, y no olvidamos las palabras de San Pablo: Trabajad con temor y temblor en el negocio de vuestra salvación, como temía el mismo Pablo: No sea que después de haber predicado tanto a otros, venga a ser yo un réprobo (Filip. 2,12 y 1Cor. 9,27)
Pero esto no es un mensaje triste ni preocupante. Muy al contrario, aunque estemos prevenidos contra peligros posibles, esto de ser hijos de Dios nos llena de orgullo santo y de confianza total en nuestro Padre. ¿Para qué nos ha dado Dios la condición de hijos, sino porque quiere tenernos junto a Sí en su gloria, después de habernos conformado con la imagen de Jesucristo?
Si un pagano llegó a descubrir las cualidades que le competen a un hombre considerado hijo de Dios, ¿qué debemos decir nosotros de nosotros mismos? Sencillamente, queremos, nada más y nada menos, que nuestro Padre del Cielo esté orgulloso de los hijos e hijas que tiene en nosotros.