Firme defensa hasta el fin

11. abril 2023 | Por | Categoria: Familia

Después de la última Guerra Mundial, y cuando ya se había echado en medio de Europa aquel telón de acero que la dividía en dos, un sacerdote norteamericano se quedó en Polonia y pudo dar testimonio, en un libro muy difundido, de un caso matrimonial que tenía una primera parte llena de encantos y una segunda parte que acabó en tragedia (Father George, God’s Underground)

Natasha era una muchacha rusa magnífica, inteligente, honesta. Estaba de soldado, y un día entró en la iglesia para presenciar el rito de una boda. Quedó embelesada ante aquella pompa elegante y sobria de la celebración católica. Al salir los novios del templo, Natasha no pudo con su alegría, se mezcló con los familiares y amigos de los contrayentes, y fue también ella a felicitar a la novia.
– ¿Me permites también a mí darte un beso?… Y de tantas fotografías como te están tomando, ¿no me podrías dar después una a mí?…
– ¡Oh, claro, claro que te le haré llegar!…
No había acabado el día, y por la noche la joven y feliz esposa hacía llegar su foto a la muchacha rusa, que se dijo al verla: ¡Qué pareja tan feliz!… Solamente, que al día siguiente el cadáver de Natasha yacía tendido en el suelo. A la que era soldado en el ejército rojo no le tembló la mano al tomar la pistola que llevaba en la cintura para dispararse un tiro en el corazón. Sobre la mesa estaba la foto de los recién casados, y escrito en el dorso este mensaje:
– Querida mamá. Así se casa la gente aquí. En la Iglesia, ante un Sacerdote y para siempre…, y no como en nuestra tierra, donde se juntan para separarse inmediatamente. Esto yo no lo resisto más. Adiós, querida mamá.
El comunismo, contra toda la tradición cristiana de Rusia, había disuelto la familia como una institución burguesa. Las consecuencias estaban a la vista.

Al traer a cuento un hecho como éste, con dos facetas tan diversas, vamos a fijarnos nosotros en la primera cara, la bonita, la de los novios felices que se casan para siempre ante el Señor, y olvidamos esa segunda faceta, tan dolorosa, que llevó a la mayor desilusión a una chica joven y con esperanzas.

Hoy se habla continuamente del divorcio, y cierto que no se gritará nunca bastante contra los males que acarrea. Pero entre nosotros, católicos, ¿no sería mucho mejor clavar los ojos en la belleza que Dios ha puesto en la unión indisoluble, en vez de fijarlos en los efectos devastadores de la ruptura de la unión?
San Agustín decía con su genialidad de siempre: Los que conocen bien la fe católica saben que Dios instituyó el matrimonio, y que así como la unión viene de Dios, el divorcio viene del diablo.

Por lo mismo, miramos con gozo la obra de Dios, que es toda belleza, toda amor, toda felicidad.
¿Cómo no va a ser todo belleza el matrimonio, si es la culminación del amor entre dos seres han sido creados para el amor y al amor han consagrado su vida?
¿Cómo no va a ser todo belleza el matrimonio, si el hombre encuentra en la mujer y la mujer en el hombre esa ayuda que los dos están necesitando mutuamente, y que sólo en la pareja se puede encontrar?
¿Cómo no va a ser todo belleza el matrimonio, si es la fuente de la vida, la puerta de nuestra entrada en el mundo, el nido que acoge los mayores regalos de Dios como son los hijos?…

Sólo con estas cuestiones delante, bien entendidas, se llega a comprender el rigor de Jesús cuando manda taxativamente en el Evangelio: Uno con una y para siempre. ¿Por qué?…
¡Hay que volver a proyecto primero de Dios!
¡Hay que mantener firme e irrompible el amor, que no es verdadero si no es eterno como el de Dios!
¡Hay que asegurar la mutua ayuda, porque la exige la dignidad personal de cada una de las partes!
¡Hay que proteger al niño indefenso, y esa protección se da sólo en la unión estable!
¡Hay que defender también los derechos de Jesús! Porque Jesús se ha comprometido con el matrimonio cristiano.

Jesucristo se ha colocado entre los dos contrayentes, ha tomado sus manos, las ha entrelazado con las suyas propias, y le ha dicho a él:
– Acuérdate de que tú vas a ser YO. Me vas a representar, me vas a manifestar, me vas a pregonar como Esposo de la Iglesia. No te separes de tu esposa, igual que yo no me divorciaré jamás de la Iglesia mi Esposa.
Y le ha dicho también Jesucristo a ella:
– Acuérdate de que tú vas a ser la IGLESIA. La vas a representar en toda su perfección: con tu gracia, con tu cariño, con tu solicitud, con tu enamoramiento nunca en declive. No te separes de tu esposo, igual que mi Iglesia no se divorciará nunca de mí.

Ante estas verdades que nos enseña nuestra fe, en la que nos mantenemos firmes, pensamos que debe ser también firme nuestra decisión de luchar por la estabilidad del matrimonio.
Por el propio, naturalmente, y así estamos al tanto de que en nuestra unión no se abra ninguna grieta, y, de abrirse, sabemos poner toda la diligencia para restaurarla sin que se ensanche un milímetro más.
Y por el de los otros, porque somos, con nuestro cariño, nuestra amistad, nuestro consejo y nuestro apoyo, una ayuda al matrimonio de los amigos que tal vez empieza a tambalearse.

¡Matrimonio, instituido por Dios y consagrado por Jesucristo! Es cierto que el diablo hace estragos en esta obra tan bella de Dios. Pero Dios no se deja vencer. ¡Y qué de gracias y alegría sabe derramar sobre los esposos que guardan firme esa obra —verdadera filigrana— salida de sus manos!…

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