El noviazgo seguro
9. mayo 2023 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: FamiliaDentro de la vida familiar se da un momento verdaderamente feliz: cuando llega el hijo o la hija y, con seriedad, dice a los papás: Tengo novia…, tengo novio. No es que no lo supieran los papás, que harto le seguían los pasos al hijo o a la hija; pero era muy diferente el flirteo de muchachitos a la seriedad con que ahora dan la noticia esperada. Es un momento inolvidable, sellado con una bendición traída desde el corazón del mismo Dios.
¡Y ya tenemos en casa a los novios! Porque partimos de la base, al hablar ahora, de que todo se desarrolla según el patrón clásico de la seriedad familiar. ¿Qué han de hacer los papás, qué han de hacer los hijos?… No se trata de matar las ilusiones más dulces de la familia, sino todo lo contrario: de hacer que la palabra novios conserve todos sus encantos. ¡Novios! Palabra bella de verdad, tan bella como la primavera radiante que ha estallado en las vidas de los dos jóvenes candidatos al matrimonio, vidas que se desenvuelven ahora entre ilusiones, idilios y sueños que los llenan de dicha…
Dios mismo quiere el noviazgo. De no ser así, ¿creemos que la Iglesia, en un documento tan grave como es una constitución conciliar, hubiera dicho a los novios que alimenten y fomenten el noviazgo con un afecto casto? No, no lo hubiera dicho jamás, si Dios mismo no lo quisiera. El Concilio no hizo sino hacerse eco de la Palabra de Dios (Gaudium et spes, 59)
Dios en la Biblia toma el amor de los novios y los esposos como punto de comparación para expresar sus amores con su pueblo y con las almas escogidas. Y en María, la mujer más bendita —que fue novia verdadera— podemos ver aprobado y bendecido por el Cielo ese amor de nuestros novios queridos.
Así las cosas, ¿cuál es la actitud que toman sobre sí tanto los padres como los hijos ante el noviazgo?
La respuesta, que en otros tiempos podría haber sido tan sencilla, hoy se ha vuelto difícil de verdad. Porque las costumbres sociales han dado un vuelco enorme, impensado e irreversible, y esto hace que cambiemos también nosotros nuestro lenguaje y hasta nuestra manera de pensar. Sin embargo, nadie nos puede prohibir el pensar, el hablar y el actuar bajo la guía indeclinable de la ley de Dios, de la más seria tradición familiar y hasta del mismo sentido común…, que es el sentido de la vida práctica.
No nos metemos hoy con la formación de los novios, o sea, la preparación que deben llevar al matrimonio: buenas costumbres, honestidad, carácter…, etc. Eso lo dejamos para otras ocasiones, por interesante que sea.
Aunque sobre esto del carácter me viene, a guisa de chiste, lo de aquella chica muy pulidita en su fe: -¡Mamá, yo no me decido por él! Es un incrédulo. Me dice que no cree en el infierno. Y la mama, bastante irónica: -¿Qué no cree en el infierno? Queda tranquila, hija mía. Que cuando te cases, entre tú y yo le haremos cambiar de parecer bien pronto…
Chiste simpático aparte, ahora hablamos de otros asuntos.
Para acertar, hay que partir de la base del diálogo. Un diálogo noble y sincero entre padres e hijos. Diálogo que contempla muchas cosas: por parte de los hijos, ver en los padres los consejeros mejores, los más interesados, los más acertados; y por parte de los padres, ver que la felicidad o infortunio venideros serán de los hijos, a los cuales hay que dejarles actuar con responsabilidad y conforme a sus propios gustos. En ese diálogo se miran y se disciernen muchas cosas.
Por ejemplo, la posibilidad o imposibilidad de llegar a un matrimonio seguro. Si se ve imposible el final, ¿por qué se emprende la marcha? Vale la pena recordar el consejo del poeta, encerrado en una coplilla muy sabia y muy oportuna:
Camino que no es camino
de más está que se emprenda,
porque más nos descarría
cuanto más lejos nos lleva (Manuel Machado)
Otro punto interesante para el diálogo lo proporcionan las costumbres del novio o de la novia. Quienes se van a casar son un hombre y una mujer, y no dos ángeles bajados del cielo. Es decir, hay que contar con limitaciones y con defectos normales. Pero, aquí está la clave: en defectos normales. Porque hay vicios prácticamente incorregibles, ante los cuales toda la prudencia es poca.
Aquel caballero ejemplar le decía a la hija ilusionada: La que se va a casar es usted. Pero, como padre y como médico, le digo que no se case con él. Porque de los que tienen ese vicio se corrige sólo uno de cada cien, y ése no será precisamente su novio. Eso es aconsejar con sentido de responsabilidad…
Punto fundamental del diálogo es la seguridad económica que ofrece el futuro hogar. No se trata de riqueza o pobreza, sino de capacidad de trabajo en uno y en otra. Hay matrimonios que se deshacen apenas comenzados porque él no trae lo suficiente o porque ella no sabe freír un huevo… La virtud del trabajo es fundamental. Contaba un testigo autorizado:
Conozco un matrimonio feliz que empezó con un interrogante al parecer grave. Me vino a ver para aconsejarse la novia siempre indecisa, que me dice: Ahora me ha salido un novio que me parece muy bueno, pero muy pobre, no tiene nada, aunque ha sacado el título de herrero soldador. Le he preguntado qué traía para el matrimonio, y me ha contestado: “Un corazón para amarte y dos brazos para trabajar”. Le contesté sin más: ¡A casarte!… Y la verdad es que no me equivoqué con mi consejo.
¡Novios!… Repetimos la dulce palabra que alegra a todos.
¡Novios!… Realidad tan entrañada en la familia, ¿cómo no los vamos a ayudar, si los queremos tanto?…
Dios, que es el más interesado en ellos, los bendice como los bendecimos nosotros en su nombre. Porque los novios son una estampa bella de Jesucristo, que se desposó con la Iglesia, la novia que se escogió para hacerla su esposa eterna…