¡Nada de niños desnutridos!

13. junio 2023 | Por | Categoria: Familia

La Iglesia de nuestros días, y más concretamente en nuestra América Latina, ha recogido y hecho suyo,  con especial cariño y angustia a la vez, el grito de Jesús: “¡Dejad que los niños vengan a mí!” (Mateo 19,14). No podía ser de otra manera, porque la Iglesia no hace otra cosa en el mundo que seguir la misión de Jesús. Lo que dijo e hizo el Señor Jesús es la norma suprema de su Iglesia. Por lo mismo, la predilección de Jesús por los niños se traduce en un amor grande de la Iglesia a los hijitos más pequeños de Dios.

¿Cuál es la situación del niño en nuestra América? Ciertamente que el niño es amado en la familia. Ha sido recibido como un regalo del Cielo en el seno del hogar. Por el niño se imponen los papás los sacrificios mayores. Un nuevo hermanito o hermanita es el juguete mayor que los papás regalan a los hijos más grandecitos. Y de hecho, nuestras casas no son jaulas vacías, sino que los pájaros revolotean y cantan juguetones a puñados dentro de ellas.

Todo esto es cierto, todo esto es bello, todo esto es consolador. Y más, cuando a tanta belleza se suma la dicha de la fe. A un amigo mío, venido de otras tierras —uno entre sus ocho o nueve hermanos—, le pregunté con curiosidad:  -¿Y cómo es que eran tantos hijos en la familia?
A lo cual él me respondió: -Es la mentalidad de mi país. Si esa pregunta se la hace a mi mamá, tenga por cierto que recibirá esta respuesta: “Yo me he casado para dar hijos a Dios”.

Esa población tan abundante de niños en nuestras tierras es nuestra gran riqueza, humana y espiritual, de la sociedad civil como de la Iglesia.
Pero es también nuestra preocupación. Porque si miramos esos Documentos luminosos de Puebla, nos encontramos con estas graves advertencias:
– Que existe en nuestra América Latina una gran mortalidad infantil;
– porque muchos niños padecen de seria desnutrición;
– y además, viven muy abandonados ( Puebla 29, 32, 577)

En los países muy desarrollados, los del llamado Primer Mundo, no se da apenas la mortalidad infantil, ya que el niño, desde la gestación y el nacimiento, se ve rodeado de cuidados exquisitos. Hay para envidiar a esos países. Pero no lo decimos con lamentos estériles, sino con la envidia más sana que podemos sentir. ¡Queremos ese beneficio para todos los niños de nuestras tierras, porque tienen también el derecho de alargar su vida hasta el desarrollo pleno y hasta una venerable vejez!

En nuestros países, eso de nacer y morir pronto muchos de los niños que vienen al mundo, es cosa normal, por desgracia. Las naciones ricas deben promover nuestro desarrollo económico, en vez de meternos en una globalización deshumanizante, para que nuestros niños, desde los más chiquitines, tengan esperanzas de una vida larga.
La Iglesia denuncia fuertemente la desnutrición culpable que padecen muchos niños.
“Culpable”, por esa pobreza a que nos tienen sometidos los países más ricos.
“Culpable”, por la injusticia que reina en nuestros países, que no acaban de implantar una elemental justicia social.
“Culpable” también, como reconoce Puebla, por ser “fruto de la desorganización moral familiar” (32)

Las dos primeras clases de pobreza tienen por madre a una intolerable “culpa social”, de la cual nosotros no somos responsables, sino víctimas. Pero la última ya cae bajo la responsabilidad nuestra.
Más que gritar inútilmente contra el mal, vale la pena traer estímulos para el bien. Los encontramos magníficos en la historia de los Movimientos Seglares de Apostolado. En las clausuras —pongamos por caso de los Cursillos de Cristiandad o Encuentros Matrimoniales—, los oímos con mucha frecuencia.

Aquel hogar era un desastre, lo contaba el mismo esposo y padre. “Mi querida esposa, llorando: ¡Dame algo para comprar leche para los niños! Y hubo días en que los niños se quedaban sin desayunar, porque yo me había gastado todo el dinero en lo que fuera… Hasta que me encontré con Cristo, cambié de vida, como era mi deber, y ahora les digo a todos: Si quieren masticar la felicidad, venga a mi casa”.

Otro, lo contaba también. “Dado al licor de manera perdida, y con dos niños primorosos. Un día se vino a acostar conmigo la niña, cuando yo estaba fatal, y me traía un vaso de agua: ¡Ay, papito!, pronto me voy a quedar sin papá, pues pronto de vas a morir de tanto beber. Me di cuenta de la tragedia. Desde aquel día, ni un trago más. El hogar empezó a ser un cielo, de modo que el niño chiquito, de solo tres años, me vino: Papá, si tú te mueres, ¿quién me cubrirá cuando llueva? El Niñito Jesús, ¿verdad?… Antes, no se le hubiera ocurrido esto por nada, por el descuido en que yo vivía (P.G. Cmf, soy testigo de los dos casos)

Esta palabra última me hace acudir de nuevo a Puebla, que nos dice: “Cristo, al nacer, asumió la condición de los niños: nació pobre y sometido a sus padres. Todo niño —imagen de Jesús que nace— debe ser acogido con cariño y bondad” (Puebla, 584)
Hemos tomado conciencia en nuestros días de lo que es el niño para la familia y para la sociedad. Nos golpean también los desvelos de la Iglesia por defender y promover al niño para la vida.

Pero, con la imagen de un Dios Niño delante de los ojos, ¡qué pocas razones necesitamos para mirar al niño con los ojos del mismo Dios!… El niño es el tesoro mayor que Dios confía a nuestras manos. Y si es el tesoro mayor, se lleva también el mayor de nuestros cuidados.

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