La lección de una japonesa

9. agosto 2023 | Por | Categoria: Gracia

Se han contado casos innumerables de los dos días trágicos en que cayeron sobre el Japón las dos primeras bombas atómicas. Pero en la Iglesia tenemos un testigo excepcional, como es el famoso jesuita Padre Pedro Arrupe. Le tocó ser testigo de la destrucción de Nagasaki y se deshizo ayudando a las víctimas de aquella hecatombe.
Un día le piden que vaya a un punto determinado, porque allí le esperan. Ha celebrado ya la santa Misa, le ha pedido la bendición a Jesús en el Sagrario, y marcha en busca de alguna nueva tragedia, que después nos ha contado el missionero con todo detalle:

“Allí me encontré unos palos que sostenían un tejado de latas chamuscadas. En el centro, un espacio rodeado de una pared de medio metro del altura. Fui a entrar, y un hedor insoportable me tiró hacia atrás. La mujer tendida en el suelo supuraba pus que caía a hilillos en el suelo, y la piel la tenía requemada por completo. En la espalda, una cavidad, en la que cabía el puño, llena de gusanos. ¡Qué cuadro! ¡Qué horror!…
Así estaba hacía ya quince días, sin haber comido más que unos granos de arroz que le llevaba su padre con gran esfuerzo, porque también estaba herido.
No podemos seguir con otros pormenores espeluznantes que da el Padre, el cual acaba su narración de modo inesperado:
“La mujer, que me esperaba, sólo tiene una palabra: -Padre Arrupe, ¿me trae la Comunión?”…

Hay para emocionarse. ¿Cómo es posible no pedir ningún alivio, no suplicar que la curen, no solicitar que la lleven al hospital, no esperar comer algo?… Nada de eso. Todo lo que se le ocurre decir, como un estallido del alma, es un angustioso: ¡Deme la Comunión!… ¡Tráigame a Nuestro Señor!…

Esa santa cristiana, víctima de la criminal e inconcebible guerra atómica, se convierte en una maestra competente para la Humanidad. Levantando su brazo en un esfuerzo supremo, dice a todos los que quieran escucharla: -¡Busquen a Jesucristo, único en quien el mundo puede encontrar la salvación!

Nosotros, cristianos y católicos, oímos esto y sentimos cómo nos sacude la conciencia el don de Dios que es la Eucaristía. Sí, la Eucaristía precisamente, que es lo que pedía la pobrecita mujer.
Porque la Eucaristía es Jesucristo, el Dios presente.
El Dios que nos ama.
El Dios que nos busca.
El Dios que viene a nosotros.
El Dios que, al haberse hecho hermano nuestro y habiéndose quedado entre nosotros con una presencia real, alivia el dolor, sostiene en la lucha, y es la esperanza única cuando nos falla todo.

En la Eucaristía, el cristiano encuentra al Jesucristo del Calvario que asume nuestro dolor y lo ofrenda al Padre en un solo sacrificio con el suyo.
En la Eucaristía, al comer el Cuerpo y beber la Sangre de Jesucristo, el cristiano siente eso que canta la Iglesia en un himno bellísimo: -Las guerras despiadadas nos cercan por doquier, pero Tú nos das fuerza y nos traen el auxilio.
En la Eucaristía, con Jesucristo escondido dentro del Sagrario, morada suya, se siente unida la comunidad, que se dispersa después para llevar la gracia del Señor a los hermanos que reclaman ayuda…, como lo hiciera el Padre que del altar se iba al tugurio miserable donde yacía la que había perdido toda esperanza.

– Padre, ¿me trae la Comunión?… El puñadito de arroz que su padre también enfermo le llevaba a la mujer hambrienta, o la comida mejor que ahora le llevaba el Padre misionero, no le quitaban, sino que le aumentaban grandemente el hambre de Dios.
Le pasaba a aquella ferviente cristiana lo que nos cuenta el historiador de San Francisco de Borja, glorioso antecesor del mismo Padre Arrupe en el generalato de la Compañía de Jesús: -No hay hombre tan goloso ni amigo de manjares delicados, como lo era el Padre Francisco de este manjar celestial de la Comunión. Y es que no se puede soñar nada más grande que Jesucristo, al que por la fe adivinamos y creemos presente en el Sacramento del Altar.

– Padre, ¿me trae la Comunión?… Volvemos a la palabra de aquella moribunda. Dándose Jesucristo en la realidad de su Cuerpo y de su Sangre, nos da todo lo que Él es y todo lo que tiene. Nos da la vida de Dios, como lo expresa el mismo Jesús cuando promete dejarnos la Eucaristía:
– Mi Padre me da toda su vida…, que yo encarno en el Cuerpo con que me hice en las entraña de mi Madre María…, vida que paso y derramo entera en los que comen este mi Cuerpo y beben esta mi Sangre, porque permanezco en ellos y ellos permanecen en mí. Los que comulgan tienen mi vida, la misma que el Padre me da a mí y que yo me complazco en darles a ellos (Juan 6,56-57)

El tugurio al que se acercó el querido y santo Padre Arrupe podía ser un infierno, si queremos. Pero Jesucristo sabía transformarlo en un paraíso. Le bastaba hacerse allí presente para que se cumplieran las palabras que con letras de oro había escrito un sacerdote francés sobre el Sagrario de su capilla: -Aquí está el cielo, la vida, el amor para consuelo mío (Mons. Segur)
Esto y no otra cosa es el Jesucristo de la Eucaristía.

– Padre, ¿me trae la Comunión?… Recordando aquella escena macabra, recordaremos siempre también estas palabras que ya no se pueden borrar de la mente. Y seguro, más que seguro, que muchas veces van a mover nuestros pies para ir a encontrar a ese Jesucristo que sabemos muy bien dónde nos espera y dónde se nos da…

Comentarios cerrados