El desafío a un hereje

11. octubre 2023 | Por | Categoria: Gracia

Me ha divertido lo que he leído acerca de una discusión que tuvo en Roma el Emperador Constantino con un hereje de aquel tiempo del siglo cuarto. La secta de los novacianos negaba a la Iglesia el poder perdonar los pecados, y se llamaban a sí mismos los puros, porque decían:
          – ¡No! El bautizado que peca ya no tiene perdón. La Iglesia la forman solamente los puros, los que no tienen mancha, y el pretender ser perdonados, aunque sea en la hora de la muerte, es un error que no se puede admitir…  
El Emperador, que no sabía teología, pero era fiel a la doctrina de la Iglesia, le desafía a uno de aquellos herejes con palabras mordaces: -Entonces, inventa una escalera y subes tú solo al Cielo.
Decía bien el Emperador, porque si en el Cielo no entran más que angelitos en carne humana, allí habrá solamente niños que no llegaron al uso de razón y mayores que por buena suerte la perdieron a tiempo…

La realidad es muy otra, expresada en aquel mismo siglo cuarto por un Obispo santo, que se enfrentaba a esos herejes con mucha soberbia y sin sentido común. Les preguntaba con ironía: -¿Jamás han caído ustedes, que carecen hasta de una manchita en sus pensamientos? ¿Ninguna pajita les molesta los ojos? ¿Tan casto y sin mancha tienen el corazón? Venga, suban al Cielo, a ver si espada en mano pueden romper las puertas del Paraíso… (San Paciano)
Los hijos de la Iglesia decimos las cosas muy al revés de aquellos herejes orgullosos. Con humildad, confesamos todos, sin excepción alguna, al principio de nuestra celebración: -Confieso que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión…

Y en esta confesión humilde obtenemos precisamente la salvación. Porque Dios se inclina benigno sobre el pecador humilde, y viene a continuación la Iglesia que, con el poder de Jesucristo, dice a todos y a cada uno en particular: -Dios tenga misericordia de vosotros… ¡Y yo te absuelvo de tus pecados!…
Existe esta escalera, inventada y construida expresamente por Jesucristo, cuando dijo a los apóstoles apenas resucitado: -A quienes perdonéis los pecados, perdonados les quedan… Y desde entonces, no hay culpable que desespere de su salvación, porque le basta subir al Cielo por la escalera de los penitentes, ya que no puede hacerlo por la de los niños que fueron incapaces de pecar.

Lo que sabemos por la fe, lo dicta incluso el sentimiento humano. Cuando la culpa se clava como una espina cruel en la conciencia, buscamos la seguridad del perdón divino, y esa seguridad se da solamente en la confesión ante un ministro de Jesucristo que nos asegure, con las mismas palabras de Jesucristo, que la culpa ya no existe en la presencia de Dios. No basta suponer que la culpa ha desaparecido: queremos saber con toda seguridad que ha desaparecido y que ya no se nos va a reclamar en adelante.

Es muy conocido el caso aquel de cuando naufragó el buque Victoria. Nuestros hermanos separados protestantes niegan el sacramento de la Reconciliación, pero… muchas veces lo echan en falta. Y al naufragar el barco lo pudo comprobar el sacerdote irlandés que iba de capellán. Ante el peligro de irse todos a pique, los católicos formaban filas ante el confesor. Y entre ellos, el protestante que ni siquiera se dignaba saludar hasta ahora al Padre, el cual le pregunta extrañado:  -¿También usted?…
          Y el nuevo penitente: -Sí, Padre; yo también. Absuélvame, y pronto. En mi profesión protestante no me atrevo tan siquiera a mirar cara a cara a la muerte. Yo también me declaro ahora católico (Padre Talín, el año 1890)

Muchas veces se le ha tachado a la Iglesia de intolerante porque practica, promueve y hasta exige la confesión personal en el Sacramento de la Reconciliación. Pero la Iglesia no hace más que dejarse llevar de su Corazón.
Cono Jesucristo, que no daba solamente el perdón. Daba también la paz total del alma, basada —hay que repetirlo una ve más— en la seguridad del perdón, que debe ser escuchada de unos labios autorizados.
Por eso el católico necesita muy pocas razones para obedecer a la Iglesia como al mismo Jesucristo en persona.

El popularísimo jesuita de los Puntos de Catecismo  (P. Vilariño) trae el caso, con nombres, lugares y fechas, de aquel famoso médico francés. Atiende al enfermo, y avisa a la familia: -Conviene que le digan a ver si quiere recibir los auxilios de la religión, pues está muy delicado. Así lo hace la esposa, y el enfermo, en su furia, le tira una taza con la que le hiere la cara.
El Doctor regresa al cuarto del enfermo, y, sin decir una palabra, va curando a la esposa lastimada. El enfermo, molesto:
– Doctor, ¿y por qué no me saluda usted?
– ¡Porque no se lo merece! ¿Así se trata a una mujer?…
– Escuche primero, Doctor, y después juzgue. Me ha propuesto que si quería confesarme.
– Pues no ha hecho sino cumplir con su deber, en este instante decisivo para usted.
 – Pero, vamos a ver, Doctor. Si eso se lo dijeran a usted, dígame, ¿qué haría?
– Afortunadamente, a mí no me lo tienen que decir, porque lo hago con frecuencia voluntariamente.
Y el enfermo :-Pero, ¿cómo? ¿usted se confiesa? ¿con lo que ha estudiado? ¿con la fama que lleva en todo París?… -Sí, señor. Me confieso precisamente por lo que he estudiado…
No se necesitó nada más para rendir al orgulloso moribundo, que pide:
– ¡Venga, venga pronto un sacerdote, que yo también me quiero confesar!…  

Aquellos herejes cátaros, pretendiendo ser puros y negando el perdón, tenían el alma muy negra… Los católicos, confesándose pecadores, sabían cambiar la negrura del alma en blancura inmaculada… Y la historia sigue en el siglo veintiuno igual que en el siglo cuarto…

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