¡Qué camino de la Gracia!…
18. octubre 2023 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: GraciaEs interesante comprobar cómo Dios suscita en la Iglesia los movimientos de espiritualidad en los momentos más oportunos. Lo hace ordinariamente por esos grandes Santos que llegan a marcar la Historia de una manera singular.
Hoy, por ejemplo, cuando el mundo se ha convulsionado tanto con los movimientos de las masas obreras, ha suscitado entre nosotros a un San Josemaría Escrivá de Balaguer que ha centrado la espiritualidad de su Obra precisamente en el trabajo de cada día.
¿Quién es un santo? ¿El que reza? ¡Desde luego!…
¿Quién es un santo? ¿El que recibe con frecuencia los Sacramentos? ¡No faltaba más!…
¿Quién es un santo? ¿El que hace dura penitencia por la salvación de las almas, uniéndose al sacrificio de Cristo? ¡Claro que sí!…
¿Quién es un santo? ¿El que como la Madre Teresa busca y se da a los más pobres de entre los pobres? ¡Si lo será de veras!…
¿Quién es un santo? ¿El que se consagra a Dios como sacerdote o en la vida religiosa, quizá de clausura rigurosa? ¡Por de pronto!…
¿Quién es un santo? ¿El que se juega la vida y se va de misionero a anunciar el Evangelio en países lejanos? ¡Vaya que si lo es!…
Sin embargo, viene ahora San Josemaría Escrivá de Balaguer y nos dice: -Yo también digo que son santos todos ésos. Pero, fíjense en otra categoría de santos muy especial: santo es cualquiera que, en medio de la sociedad, es plenamente fiel a sus deberes de familia y del trabajo.
Con esto ha expresado todo su pensamiento San Josemaría Escrivá y aquí está la fórmula que condensa toda la espiritualidad de su Obra.
Son muchos los que han captado este mensaje, y centran todos sus esfuerzos en cumplir con la perfección máxima sus deberes familiares y las obligaciones que les impone el trabajo propio, lo mismo el de un profesional que el de un obrero del taller o del campo.
De esta manera ha dado Dios respuesta en su Iglesia a muchas de las aspiraciones del mundo del trabajo. No con revoluciones sangrientas, ni con huelgas violentas o injustificadas, sino con la aplicación sobrenatural e intensa al trabajo, con la dedicación que tuviera el Obrero de Nazaret.
Santo: es el médico, el abogado o el ingeniero, el chofer, el labrador o el cartero y el policía…
Santa: la maestra, la oficinista, la obrera de la fábrica, la empleada doméstica y la esclava del hogar…
En este concepto de santidad, la única persona que no vale para santa es la que no hace nada porque no sabe qué hacer ni hace nada tampoco porque no tiene que trabajar para vivir…
Todo esto —que podría resumir la espiritualidad específica de San Josemaría Escrivá de Balaguer— lo ha vivido siempre la Iglesia. Pero es providencial que se haya manifestado de manera tan singular en nuestros días, cuando nos hemos vuelto tan sensibles a los valores del trabajo y del trabajador.
Cuando buscamos motivos para ensalzar al trabajador —sobre todo al trabajador humilde, al de menos relevancia social, al que llamamos sin más “el obrero”—, solemos decir que es igual que Jesús de Nazaret.
Pero la cosa es diferente. No es el obrero quien se hace como Jesucristo, sino Jesucristo quien se hace como el obrero, como lo dijo con frase lapidaria aquel gran Obispo y orador: -Que se alegren los que trabajan con sus manos: ¡Jesucristo es de su mismo oficio! (Bossuet)
Y lo expresaba con igual realismo León XIII, el Papa de los Obreros y de la cuestión social, cuando pone el labios de Jesús que trabaja en el taller:
– ¡Que bañe el sudor mis miembros, antes que en la cruz los bañe la sangre, y que con estas fatigas de mi trabajo se borren también los pecados de los hombres.
Palabras magníficas éstas del Papa, que nos dicen el valor inmenso del trabajo del obrero: con su fatiga es un salvador del mundo, y, por lo mismo, su mayor bienhechor también.
Un gran sacerdote de Francia (Monseñor Segur) había dedicado su vida a trabajar en las cuestiones sociales. Y le llegó también la hora de demostrar con el heroísmo lo que había enseñado como gran maestro. En la plenitud de la vida, sus ojos empezaron a apagarse poco a poco, hasta que perdió la vista del todo.
-¿Qué hago entonces?, se preguntó angustiado, para responderse: ¡Cualquier cosa, menos dejar de trabajar!
Y como sacerdote, predica, confiesa, y, arreglándoselas como puede, emborronando papeles o dictando, hasta escribe libros.
Se le aconseja: -Es demasiada fatiga para usted, Monseñor. No trabaje así.
Pero él hace honor a su vida entera:
– Déjenme. Yo sé lo que hago. Prefiero vivir treinta años en el trabajo que cuarenta en la ociosidad. Tengo que ser como las lámparas del santuario, es decir: arder y arder siempre, mientras conservemos una gota de aceite, y arder con alegría, consumiéndonos en el servicio de Dios, para extinguirnos después tranquilamente, sin chisporrotear ni dejar malos olores en pos de nosotros
El trabajo ha sido siempre un honor en todas las culturas. Pero desde que Jesucristo asumió la condición de obrero manual y su Madre no se ocupó en otra cosa que en las labores domésticas, el trabajo más humilde, tanto del hombre como de la mujer, adquirió un valor máximo y se constituyó en el medio ordinario de perfección personal y colectiva.
Un Santo de nuestros días ha venido a repetir en la Iglesia y en el mundo la fórmula clásica e insustituible del patriarca San Benito: Ora y trabaja. Rezando y trabajando, no se equivoca nadie al emprender el camino de la santidad…