Cuarto Domingo de Adviento (B)
22. diciembre 2023 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: Charla DominicalEl rey David estaba preocupado: -¿Cómo es posible que yo, alcanzada la paz después de vencer a todos mis enemigos, haya podido construirme una casa, un palacio, y Dios, el Dios de Israel, no tenga aún para morar una casa propia, un templo, y el Arca de Dios haya de permanecer en una tienda de campaña? ¡Esto no puede ser!…
Así discurría el buen rey, cuando se le presenta el profeta Natán y le dice: -No, tú no me construirás un templo. Eso me lo va a hacer un hijo tuyo. Y después, yo aseguraré a tu descendencia un trono, sobre el que se sentará un descendiente tuyo, para el que seré yo un padre, y él será para mí un hijo. Tu casa y tu trono serán firmes, porque tu trono permanecerá para siempre.
Éstas palabras proféticas se las sabían los judíos de memoria. Y se preguntaban siempre: -¿Cuándo, pero cuándo cumplirá Dios su promesa? Todos los imperios han pasado por encima de nosotros y nos han lanzado dispersos por todo el mundo. Los romanos ahora nos aplastan. Israel, suspirando por el Mesías prometido, pero el Mesías no llega nunca…
Así se pensaba en el pueblo, que se había forjado la idea de un Cristo triunfador en el terreno político y social. ¿Por dónde vendría Dios? ¿Cuándo cumpliría la promesa hecha a David, hacía ya mil años?…
Sí, Dios va a dar la respuesta de la manera más sorprendente. Fija su mirada en una muchachita nazarena, desposada con José, un joven descendiente de la familia de David. La jovencita recibe una visita inesperada del todo, y el visitante empieza su saludo con unas palabras desconcertantes:
– ¡Salve, la llena de gracia! ¡El Señor está contigo! ¡Bendita tú entre todas las mujeres!…
– Pero, ¿qué estás diciendo, ángel de Dios?
– Sí, María. Tú has hallado gracia delante de Dios. Vas a concebir y dar a luz un hijo, al que pondrás por nombre Jesús. Será grande, y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David su antecesor, reinará por siempre sobre Judá y su reino ya no tendrá fin.
Sabemos la respuesta de María. Es una mujer libre. Se da cuenta de la carga que se echa encima con su aceptación. Pero no rechaza la Palabra de Dios, sino que la acoge con docilidad plena. Acepta la misión que Dios le encarga, y responde humilde y generosamente:
– Aquí está la esclava del Señor. Que se cumpla todo en mí según tu palabra. Que se haga su santa voluntad.
Y el Hijo de Dios se hacía hombre en ese instante preciso, dentro del seno de María. Echaba su tienda de campaña en medio de nosotros, y nos daba la gracia de llegar a ser hijos de Dios.
María se había convertido en el “Arca de la Alianza”, en una “Casa de oro”, en el “Templo del Espíritu Santo”… El Dios de Israel ya no habitará en una tienda de campaña ni en el templo de Salomón, ni tampoco en el templo de Jerusalén, orgullo legítimo del pueblo que lo acababa de construir…
El templo de Dios sería edificado con piedras vivas, y este templo es el nuevo Israel de Dios. Su Rey será Jesús, descendiente de David, y el reino de Jesucristo, gloria máxima del pueblo elegido, será un reino eterno, nunca más vencido por ningún imperio terrenal…
Esta casa, este reino, este trono, son hechura de Dios, y no de hombre. Aunque el hombre, por María, ha prestado su colaboración a la obra de Dios. María no ha sido un robot, una autómata, o una mujer sin personalidad. Todo lo contrario, Ella ha contribuido libremente a la obra de nuestra salvación. La Nueva Eva, la Mujer ⎯como la llamará Juan en su Evangelio y en el Apocalipsis⎯ ha sido respecto de Jesucristo igual que la Eva del paraíso con Adán: el hombre nos perdió con el concurso libre de la mujer. Ahora Jesucristo nos salva, pero también con el concurso libre de otra mujer.
Estas lecturas de la Misa de hoy nos llevan a la gran realidad cristiana: somos nosotros, la Iglesia, los que constituimos la Casa de Dios y el trono sobre el que Jesucristo se asienta.
Somos una casa o un templo formado de piedras vivas, que va creciendo hasta que se consuma en una construcción acabada y perfecta.
Un filósofo, malo de veras, profetizó necia y blasfemamente “la muerte de Dios”, y decía de nuestros templos que ya no son otra cosa que “tumbas y monumentos sepulcrales de Dios” (Nietzsche)
Nosotros convertimos blasfemia semejante en una alabanza fervorosa a Dios.
Nuestras iglesias, en las que nos reunimos para celebrar el culto, serán ricas o pobres, pero la Iglesia, la Casa de Dios que somos nosotros, lucirá siempre espléndida con los mejores dones del Espíritu Santo.
La gracia de Dios, la virtud cristiana, la plegaria incesante, el amor de que hacemos gala, nuestro trabajo de cada día hecho con la rectitud del Carpintero de Nazaret, la honestidad de nuestras costumbres…, todo eso vale más que todos los templos materiales en que nos reunimos para celebrar el culto.
Sin embargo, esas mismas iglesias materiales de nuestros pueblos son la expresión de nuestra fe en un Dios amado con verdadera pasión.
Las iglesias no son sepulcros de un Dios muerto, sino monumentos imponentes erigidos en honor del Dios vivo y verdadero… Dejemos en su locura al filósofo blasfemo…
David soñó en una casa espléndida para Dios. ¿Se pudo imaginar la casa que Dios se preparaba?…
¡Señor Jesucristo!
Tú eres la Casa de Dios por excelencia, pues en Ti habita la Divinidad en toda su plenitud.
María, tu Madre, es la casa más espléndida que Dios construyó, pues te llevó encerrado en su seno.
La Iglesia es el templo del Espíritu Santo, hecho de piedras vivas.
Tú has hecho también de nosotros casas vivas de Dios. ¿Están a gusto las Tres Divinas Personas en estas sus casas?…