La Epifanía del Señor (B)

5. enero 2024 | Por | Categoria: Charla Dominical

Desde que somos niños nos sabemos de memoria el relato de los Magos, de los “Reyes Magos”, como los llaman nuestros pueblos. No eran reyes, sino unos astrólogos, escrutadores del cielo en el antiguo Oriente, que observaban las estrellas y un día dieron con una fascinante:
– ¡Miren! ¡Miren que estrella tan rara! Nunca habíamos visto una semejante…
Así gritaron jubilosos una noche. Más que una estrella del firmamento, eras la estrella de la fe que empezaba a brillar en sus mentes rectas y afortunadas. Y comenzaron a decirse unos a otros:
– ¿No será la anunciada desde hace siglos al pueblo de los judíos? Ellos, dispersos por nuestras naciones, no dejan de decirnos que un día vendrá su gran Rey, anunciado en los cielos, y que tras su esplendor caminarán todas las gentes…
Se les ríen. Todos piensan que son unos soñadores, y que también a éstos las muchas letras les han trastornado el cerebro. Pero ellos se mantienen firmes:
– ¿Y por qué no vamos hasta Judea para ver y adorar al gran Rey?…

Calculan gastos, hacen preparativos, disponen las cabalgaduras… Y entre las burlas de los suyos, los temores y las esperanzas que les bullen dentro, emprenden un camino largo, hasta que, llegados a Jerusalén, experimentan el más espantoso fracaso, cuando les dicen:
– ¿Un nuevo rey en Judea? Aquí no hay otro rey que Herodes, que ya lleva matados a dos hijos suyos porque se imaginó que atentaban contra el trono de su padre. Y no le ha nacido ahora ningún heredero a ese viejo atroz… ¡Pobres de ustedes como se entere el rey!
Herodes, sin embargo, es demasiado astuto. Tiene en su presencia a los Magos inocentones, y les encarga con hipocresía y cinismo inconcebibles:
– ¡Sí, vayan a Belén! Dicen los maestros de Israel que allí tiene que nacer el Mesías. Cuando lo hayan visto y adorado, vuelvan aquí a informarme para ir a adorarlo yo también…

Se les acabaron las dudas, porque, nada más salidos de la ciudad, aparecía de nuevo en el cielo aquella estrella misteriosa surgida en Oriente, que avanzaba delante de ellos, se paraba sobre una casita humilde y les hacía exclamar con alegría incontenible:
– ¡Ahí, ahí está! No es esa casa el palacio que nos imaginábamos en nuestro país. No importa. ¡Entremos pronto, que nos espera! ¡Han valido la pena molestias tan duras!…
Y allí estaba un Niño encantador, en brazos de una Madre feliz, que se lo entregaba para que lo besaran, lo adorasen y recibiera con sus manecitas los regalos que le traían con tanto cariño: oro, incienso y mirra…  

Hemos de decir que este hecho narrado por Mateo ha tenido suerte de verdad. No sólo porque se cuenta muchas veces, a pequeños y a mayores, sino porque da materia para mil interpretaciones, todas acertadas y todas provechosas, no ya para encanto de los niños, sino para la vida de la Iglesia y para la piedad más seria de muchas almas.

Hoy la Iglesia mira el hecho de los Magos en una dimensión misionera, y en ella ve el modelo de la llamada a la fe, de modo especial entre los pueblos paganos.
¡Hay que ver la fe de los Magos! Para los judíos eran unos gentiles, unos paganos. Sin embargo, esos paganos adivinan al Mesías en la estrella, y la siguen hasta dar con el Salvador. Mientras que los maestros de Israel, al enterarse del posible nacimiento del tan esperado Cristo, no se molestan lo más mínimo en acompañar a los valientes expedicionarios.
Porque los maestros de Israel tenían al Mesías venidero en los libros, mientras que los Magos lo llevaban en el corazón. Sin tener la Biblia, los Magos la entendieron mucho mejor que los mayores letrados…  

De los Magos aprendemos a ser fieles a la llamada de la fe. ¡Cuesta muchas veces el creer! Requiere esfuerzos el vivir conforme a la fe que poseemos. Pero en la prueba se distingue el creyente verdadero del que sólo tiene apariencias de cristiano…
Y una vez hallado Jesucristo por la fe, ¿qué hacemos? ¿Cuáles son los regalos que le brindamos? Podemos aceptar la simbología de San Ireneo, Padre de la Iglesia en el siglo segundo: el oro para el Rey…, el incienso para Dios…, la mirra para el Hombre.

¿El oro?… Ya se ve. Significa la dignidad real de Jesucristo. Es el servicio que nosotros le prestamos a nuestro Rey. ¿Querrá Jesucristo el oro que le podemos ofrecer? A su persona, ya en el Cielo, todo el dinero nuestro no le hace nada porque para nada lo necesita. Pero, ¿sus pobres? Y si el oro y la plata, nuestro dinero y nuestros bienes, se los alargamos en sus pobres, ¿cómo se sentirá Jesucristo?…

¿El incienso de la oración?… Nadie puede decir que Jesucristo no espera el suspiro de nuestras almas y la plegaria de nuestros labios. El servicio a Jesucristo, por ser Dios, en lo primero que se manifiesta es en el diálogo con El… Quien ora, quien habla con Jesucristo, es el que mejor lo reconoce como Dios.

La mirra de nuestro trabajo, de nuestra entrega, de todo lo que signifique deber, sacrificio y penitencias, todo eso es para Jesucristo, que se sacrificó primero por nosotros. Y es para Cristo y para nadie más, porque la vida nos la jugamos solamente por Cristo.

¡Señor Jesús!
Muchas veces nos ha encantado la narración de los Magos, nuestros maestros en la fe.
Hoy, nos encanta el ser como ellos en la fidelidad a esa nuestra fe cristiana.
Todo lo que nos cueste, es por ti, Señor. Nos basta saber que, al encontrarnos siempre contigo, Tú te dejas besar por nosotros y Tú nos devuelves tu beso más ardiente. Como hicieron contigo los Magos en Belén, Señor, y como Tú hiciste con ellos…

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