El Espíritu Santo en mí
21. febrero 2024 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: GraciaUn himno de la Iglesia se dirige al Espíritu Santo y le llama tiernamente: ¡Dulce Huésped del alma! ¿Sabríamos adivinar los tesoros de bondad y riqueza que entraña esta palabra, Huésped, cuando se la decimos al Espíritu Santo?
El Espíritu Santo no es un simple visitante, que viene a vernos, se pasa un rato con nosotros, nos entretiene amablemente, y se marcha pronto porque no quiere ser una molestia. No, el Espíritu Santo no es así. El Espíritu Santo ha llamado a nuestra puerta y se ha autoinvitado:
– ¿Me abres? ¿Tienes inconveniente en que me hospede en tu casa? ¿Me admitirías, si te digo que me quiero quedar contigo aquí para hacerte compañía?…
Y, si hemos tenido el buen gusto de admitirlo, por parte de Él no se marchará. Con nosotros se quedará gustoso. E irá haciendo lo que ese mismo himno le pide al final: será la fuerza de nuestra vida cristiana, será quien nos sacará felizmente de la casa en que se ha hospedado para llevarnos a una Casa mucho mejor, a la suya de la Gloria, para ser allí nuestro gozo inacabable…
El Espíritu Santo, que mora dentro de nosotros, es la verdadera Gracia de Dios, el Don divino por excelencia, la Vida de Dios que nos invade, el Amor infinito que nos abrasa en sus llamas.
Decir La Gracia de Dios es lo mismo que decir El Espíritu Santo que vive en nosotros, que se nos ha dado, que se ha hecho el morador de nuestro corazón.
La Gracia —¡cuántas veces que lo decimos!— no es algo, no es una cosa, es Alguien, es Dios, que por su Espíritu nos ha metido en su propia vida.
Y aquí hemos de empezar por aclarar nuestras ideas. Nos hemos figurado, desde el principio, que somos nosotros los que hemos hecho al Espíritu Santo la gracia de admitirlo en la casa de nuestro corazón.
Pero hemos de decir, más claramente, que la iniciativa ha partido de Él. Que Él ha sido quien se ha posesionado de nosotros, asumiéndonos por completo, para hacernos unas criaturas celestiales.
Nosotros, es verdad, lo hemos aceptado voluntariamente. Nos ha dejado en libertad plena para abrirle o cerrarle la puerta, y nosotros se la hemos dejado patente de par en par. Al oír su llamada, le hemos dicho:
– ¡Pasa!.
Y ha pasado. Y se ha quedado con nosotros. Y con nosotros está.
Una vez dentro, se ha constituido en el Huésped deseado, en el Amigo fiel, en el Amor de nuestro amor, que está caldeando la casa, convertida por su acción en un rincón de cielo… Esto es estar en Gracia de Dios. No será el Espíritu Santo quien se quiera marchar. Y esperamos no ser nosotros quienes tengan el atrevimiento suicida de decirle, mientras miramos disimuladamente el reloj:
– ¿Hasta cuándo vas a alargar la visita? ¿Tienes aún para mucho rato?… No, no será así. Ni Él quiere irse, ni nosotros queremos dejarlo marchar. En su compañía nos encontramos felices del todo.
En su visita a nuestra casa —visita que por su parte se alarga durante toda la vida—, el Espíritu Santo se demuestra un Huésped muy activo. No se sienta en un sillón para reposar ociosamente. Todo lo contrario. Desde que entra, no cesa en su actividad ni un momento.
- El Espíritu Santo nos ilumina la mente y nos enseña toda la verdad de Cristo. Con su luz, nos hace penetrar como un rayo en las profundidades de Dios. ¡Las cosas que llegaríamos a saber si nos dejáramos instruir siempre por tal Maestro! Es muy frecuente encontrarnos dentro de la Iglesia con personas realmente humildes, con pocos estudios, y que, sin embargo, nos dejan asombrados cuando nos hablan de las cosas de Dios. ¿Dónde han aprendido? ¿Quién les ha enseñado?… Y no hay otra respuesta, sino ésta: El Espíritu Santo. Sólo el Espíritu Santo puede dar tanta luz sobre los misterios de Dios.
- El Espíritu Santo nos cura y nos consuela, cuando nos ve enfermos, cuando estamos tristes, cuando nos parece estar perdidos. ¿No le llamamos el Paráclito, el Consolador, el Abogado defensor?… El Espíritu Santo fortalece nuestra debilidad, elimina todo mal, y aboga por nosotros. ¿Por qué, en nuestras penas, no pensaremos un poco más en este Huésped amoroso?…
- El Espíritu Santo nos enriquece con todos los tesoros de Dios. Con todos sus dones. Con todos sus frutos. Con toda obra buena. Con todo lo que nos lleva a Dios y nos llena de Dios. Las riquezas que el Espíritu Santo deposita en el banco de nuestra alma las descubriremos sólo al final de nuestra vida, cuando se rompan los sellos de nuestra carne y aparezca en toda su brillante desnudez nuestro espíritu, ahora encerrado en un estuche mortal. Y al final, aparecerán esos tesoros también en nuestro cuerpo cuando, resucitado, lo veamos transformado en la misma gloria del alma, porque el Espíritu Santo lo divinizó con su presencia a su paso por este mundo.
- El Espíritu Santo no nos deja parar un instante en nuestra aspiración a Dios. Nos hace orar de continuo. Es Él quien pone en nuestros labios la palabra ¡Padre!, y quien nos hace gritar: ¡Ven, Señor Jesús!…
- El Espíritu Santo nos empuja fuertemente a hacer el bien a los hermanos, llevándoles a todos los mismos dones de la salvación que Él ha depositado en nosotros, como diciéndonos: ¡Anda! ¡Corre! ¡Date a un apostolado ardiente! ¡Lleva a Dios las almas de tus hermanos!…
¿Tenemos o no tenemos motivo para sentirnos felices con la visita de Huésped tan caballero, tan generoso, tan espléndido, tan amoroso como es el Espíritu Santo? Es el Espíritu del Señor Jesús, que se ha hecho Espíritu de nuestro propio espíritu y vida de nuestra vida…