Construyendo la casa
5. marzo 2024 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: FamiliaNo sé si hay una ilusión más grande para todos nosotros que el tener una casa propia. ¿Verdad que todos deseamos tener casa propia, nuestra, no de alquiler? Si la tenemos, ¿verdad que nos sentimos personas felices? ¿Por qué?… Porque la casa es el nido del amor. Y para disfrutar del amor en la familia, que es la felicidad mayor de este mundo, queremos un amor sin cuidados de pagos, sin intromisiones de otros, sin preocupaciones porque a uno le deshagan ese nido del amor.
Pues, bien. Ahora vamos a discurrir un poco más sobre esto. Pensemos que ya tenemos la casa. Pensemos que la vamos a tener muy pronto. ¿Ya lo hemos conseguido todo? ¿No nos puede pasar ahora lo que al pájaro, que ha de aborrecer el nido y abandonarlo porque se lo han profanado, o porque un cazador irresponsable le ha matado el macho a la hembra o le ha arrebatado la hembra al macho?…
Podría ocurrir también que tengamos una casa preciosa y que vivamos dentro. Pero, a lo mejor, la casa se convierte, como para el pájaro atrapado, en nuestra jaula de oro. Tiene todo en esa su casa menos la libertad, condición indispensable del amor.
Todos vamos comprendiendo el significado de estas comparaciones.
Si la casa, nuestra casa, aunque sea lujosa, aunque esté en un barrio rico residencial, aunque se aísle de todo ruido en una finca espléndida…, si en nuestra casa faltase el amor, la casa, en que habíamos soñado tanto, no logrará hacernos felices.
Sólo el amor entre todos los miembros de la familia es capaz de construir hogar y dar calor al nido.
El amor, que procede de Dios y lleva a Dios, ha de ser eterno como Dios, y ha de tener las manifestaciones que el amor de Dios ha tenido con nosotros.
El amor debe manifestarse dentro de la casa en todas sus formas posibles.
El amor debe crear nuevas formas de vida, cada vez más felices para todos los moradores de la casa.
El amor debe asistir en todas sus necesidades al que requiere nuestros cuidados especiales.
El amor debe calentar al que empieza a enfriarse en sus relaciones con la familia.
El amor debe guardar al que peligra, haciéndole encontrar en la casa todo lo que busca fuera.
El amor debe sanar cualquier mal que se introduzca en la intimidad del hogar.
El amor debe perdonar toda falta cometida contra el mismo amor, porque entonces el amor, aunque se vea en la agonía, nunca llega a morir de verdad.
A ninguno de nosotros nos ha alegrado en nuestros días, sino que a todos nos dio pena, ser testigos de lo ocurrido en el seno de una familia real respetadísima.
Todos vimos cómo una casa —que no es una casa cualquiera, sino un palacio espléndido— se derrumbaba estrepitosamente, aunque la casa-palacio siguiera en pie y con todas sus riquezas dentro.
Y es que sus moradores habían fallado en el amor, y no supieron recomponer ese amor que aún tenía remedio. Como desgracia última, el heredero del trono perdía a la bella princesa, la princesa encantadora perdía el trono, y después perdía sin remedio la vida…
Todos sabemos que fuera de la casa no se encuentra más que la desorientación, la incertidumbre, la angustia, el fracaso…
Un escritor daba consejo a colegas suyos con esta frase chispeante:
– Maridos, quedaos en casa.
No pudo estar más acertado. Porque en la casa se tiene todo bien: la seguridad, la confianza, el bienestar…, ese bienestar que, aunque sea modesto, sacia todos los anhelos del corazón.
Por algo la legislación de todos los pueblos defiende la inviolabilidad de la casa, que, sólo en casos extremos de seguridad, puede allanar la policía.
La casa material en tanto tiene valor en cuanto acoge a la familia y encierra un hogar. Entonces es como el templo. El templo no es la Iglesia, pero la Iglesia necesita un templo acogedor. Y como la Iglesia en el templo, la familia vive unida en la casa, y en la casa disfruta del amor, en la casa reza y en la casa forma y desarrolla a los hijos. En la casa, con una familia bien constituida, mora Jesucristo igual que vivió en su casa de Nazaret. Es aleccionador el caso del escritor francés que enseñaba su casa a un amigo incrédulo. Al ver en la pared colgando el Crucifijo, pregunta con sorna:
– Y esto, ¿qué es?
El dueño no se inmuta, y responde sereno:
– Esto es el Crucifijo. No quiero que, al llegarme la hora de la muerte, tenga que ir a buscarlo en el cuarto de la criada.
Cuando la casa es esto: el templo en que la familia desarrolla su vida humana, social y religiosa, entonces es cuando la familia es la verdadera Iglesia doméstica, trasunto de la Casa de Nazaret.
La casa de Nazaret era pequeña. Era humilde. En ella se trabajaba fuerte. Allí no había ningún lujo. Allí no sobraba nada porque se necesitaba todo. Sin embargo, podríamos lanzar esta pregunta como una encuesta:
– ¿Cuál ha sido la casa que ha albergado al hogar más feliz de la tierra en toda la Historia?
Estamos todos seguros —y todos estamos también de acuerdo— que la apuesta la ganaría por mayoría absoluta, por mayoría total, la casa de Nazaret. Todo, porque en ella había amor, mucho amor…