La Familia tiene derechos
30. abril 2024 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: FamiliaHace ya muchos años —fue en 1980— que se reunió en Roma el Sínodo de los Obispos, y después de tantos estudios, discusiones y proyectos, se pidió a la Santa Sede que preparara una Carta sobre los Derechos de la Familia y que se enviara a todos los interesados: a los Estados, a las organizaciones internacionales y a las instituciones que promueven el bienestar de la Familia. ¿Nos damos cuenta de lo que pedían los Obispos?
No se trataba de dar palos a los esposos porque las cosas fueran mal. Ni se trataba de hablar a los católicos como se nos hace en los sermones de la Iglesia. Ni se trataba tampoco de dirigirse a Instituciones precisamente católicas. Nada de todo eso. La carta que se proyectaba iría dirigida a las autoridades e instituciones responsables para que mirasen sus propias obligaciones, a fin de que la familia, asegurados todos sus derechos, pudiera desarrollar sus actividades con normalidad y disfrutar del amor y del bienestar que Dios le concede y que nadie le puede discutir ni negar.
Podemos recordar a este propósito una anécdota muy vieja, de aquellos tiempos primeros del cine. La película presentaba —con el candor y el idilio de aquellos días— la celebración de una boda. El papá de la novia había preparado una fiesta fastuosa. Paseo elegante de los novios por las calles más concurridas, lluvias de confettis y puñados de arroz, banquete espléndido, baile divertido… Todo era un encanto. Pero en la película faltaba Dios, porque ni se había ido a la iglesia para la unión religiosa. A Dios no se le veía por ninguna parte. Y uno de los espectadores, convertido en juez, grita fuerte en medio del teatro, con mucho sentido común y con una gran fe:
– ¡Pobres esposos! Pronto les va a faltar el vino. Y ahí no está Cristo, que podría realizar el milagro.
El improvisado censor dio mejor que nadie en el clavo. Si Dios no tiene lugar en la familia, los problemas no van a encontrar remedio. Mientras que si en la familia está Jesucristo como en Caná, podrán surgir dificultades, pero ¿a que el Señor se las resuelve todas, y a que nunca falta el vino nuevo y generoso del amor?…
Lo malo es que nosotros pensamos que esa ausencia de Dios se debe solamente a los esposos. Y no es así. Porque, ¿quién tiene la culpa: sólo los esposos irresponsables y los hijos rebeldes? ¿No tendrán una gran parte de responsabilidad quienes privan a la familia de aquellos bienes y libertades sin los cuales es imposible llevar una vida normal en el hogar?…
Si la sociedad se aleja de Dios —y peor todavía si se enfrenta con Dios—, lo primero que hará es arrancar a Dios de la familia. ¿Y a dónde irá a parar una familia sin Dios?…
Si empezamos con que los jóvenes, llegada la edad apropiada, no ven perspectiva económica y social para fundar una familia, no pueden pensar en casarse, y nadie va a asegurar su vida moral. Si la familia no tiene una vivienda mínima y decente, los esposos no van a poder vivir su amor. Y si los niños viven en una promiscuidad inadmisible del todo, tampoco van a recibir la necesaria educación social, por sencilla y elemental que la queramos.
Si no tiene la familia asegurado el trabajo, no habrá alegría donde falta lo elemental para la vida.
Si el esposo se desespera, no podremos condenarlo porque busca injustificadamente una evasión, lo más probable en el alcohol.
Si el niño y el adolescente no cuentan con una escuela de acceso fácil y atención esmerada, nadie saldrá garante de que allí no se está incubando un vago y —Dios no lo quiera— hasta un ladronzuelo o algo peor…
Si los jóvenes no encuentran instalaciones adecuadas para su deporte y esparcimiento, ya podemos imaginarnos lo que harán en sus tiempos de ocio…
Si las personas de edad avanzada no gozan de seguridad social, van a tener una perspectiva muy dolorosa por delante…
Todo esto son problemas graves que solamente el Estado y las organizaciones internacionales son capaces de resolver. Y, como reconoce esa Carta de la Santa Sede, son problemas con frecuencia ignorados y no raras veces minados por leyes, instituciones y programas socioeconómicos. Entonces la Iglesia —defensora de los derechos de Dios, y, por lo mismo, defensora también de la familia, tan querida de Dios—, levanta su voz autorizada y pide que el matrimonio y la familia sean también lo primero que la sociedad civil atienda con esmero y hasta con mimo verdadero.
La Iglesia, con una carta así, no se inmiscuía en las instituciones y gobiernos no católicos. Con la autoridad que le da Jesucristo, se limitaba a recordar unos derechos que Dios otorga a la familia para conseguir esa felicidad en que Dios la instituyó desde el principio en el paraíso.
Ahora nosotros elevamos nuestra mirada al Cielo, para decir:
¿Te acuerdas, Señor Jesús?
¿Te acuerdas de lo feliz que fuiste en Nazaret, porque eras de una familia pobre, pero en la que había amor, trabajo y pan?
¿Te acuerdas de aquel vino que brindaste a unos novios?
¿Por qué no inspiras a los gobernantes a que hagan en tu nombre lo que hiciste Tú por la familia?
¿Te das cuenta de lo felices que serían entonces nuestros hogares?