El bebé que ha llegado
21. mayo 2024 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: FamiliaTodos tenemos experiencia de la alegría que el nacimiento de un niño trae al hogar. Los papás, no digamos, sobre todo si es el primer vástago, tan soñado… Los hermanitos, si los había ya, lo reciben como el juguete máximo que les cae del cielo: no hay manera de separarlos de la cuna. Los abuelos, tanto como los papás, están locos. Los amigos, las amigas, todos, nos deshacemos en felicitaciones… No hay para menos. Dar la vida a un nuevo ser es la obra más grande de la naturaleza.
Los padres ven en el hijito o la hijita el fruto más preciado de su amor. ¡Cómo se besan los esposos cuando miran al pequeño!
Contemplan en el bebé el retrato más perfecto de los dos, delineado por ellos mismos con maestría sin igual, mientras dicen y repiten:
– Si tiene los mismos ojitos que papá… Si el pelo es el mismo de la mamá…
Y preguntan a todos:
– ¿A quién se parece más, al padre o a la madre?…
Son cosas encantadoras que vemos cada día.
Miran los papás el porvenir, y ven una seguridad. El hijo es la mayor riqueza, que cae como una lotería. No existe seguro para la vida como los hijos.
El trabajo se va a hacer en adelante una necesidad mayor, pero se va a ejercer con ilusión grande, porque tienen por quien luchar.
Y la familia, ya sea brillante o modesta su posición, tendrá un heredero seguro, y los afanes de muchos años no irán a parar a manos extrañas…
Todo esto, y mucho más, y mucho más…, se acumula en la mente de los felices papás.
Sube la felicidad de grados cuando, a esos gritos tan irreprimibles de la naturaleza, se suman las luces de la fe. Se empieza por decir, con toda justeza:
– Este hijito que nos ha dado Dios.
Porque saben muy bien la palabra de la Biblia, cuando nos dice:
– El fruto del seno es un regalo de Dios.
La misma fe les dice a esos papás que el niño que ha venido, regenerado en el Bautismo, es un hijo de Dios, un miembro de la Iglesia, un ciudadano de la Patria celestial.
Sumado todo esto, acumula en el corazón de los padres un gozo verdaderamente grande.
Ha pasado a la Historia, por ejemplo, lo de Luis, rey de Hungría. Su esposa, la reina Santa Isabel, a sus diecisiete años va a ser madre. El marido, para estar más cerca en esta ocasión, se traslada a un castillo más próximo. Pero, llega tarde. Un mensajero le trae la noticia de que es ya papá. Corre azarosamente al castillo para estar a tiempo en el bautizo, y al llegar a la ciudad ha de atravesar un puente de madera.
-¿Este puente?… ¡Este puente desaparece! Una ocasión como ésta merece algo mejor…
Manda sustituirlo por uno de piedra, que ha desafiado ya siete siglos, y que proclama ante el mundo y ante la Historia la alegría de un hombre cuando se sintió padre por primera vez…
Así ven los esposos cristianos al niño: un tesoro de valor casi infinito —por el Dios y la gracia que lleva dentro, y la Gloria que ya posee en firme esperanza—, confiado por Dios al corazón y a las manos de los padres.
El niño es un valor humano…, un valor divino…, un valor eterno.
Ese hijito de hoy será un ser inmortal en el seno de Dios.
A pesar de que el gozo de la paternidad y de la maternidad es connatural a todos los pueblos y civilizaciones, no siempre la venida de un vástago al hogar ha sido motivo de alegría.
El vicio calculador ha echado muchas veces a perder la obra más maravillosa de Dios.
Aunque están bien atestiguados por la Historia, un sentido elemental de pudor nos hace callar sobre los infanticidios cometidos en civilizaciones como la griega, la espartana o la romana…
Cambió todo, ¡gloria a Dios!, con la venida del Cristianismo.
Pero ahora, con el nuevo paganismo que se nos está echando encima, se legitiman prácticas abortivas que hacen estremecer. La Conferencia de El Cairo, bajo los auspicios de las Naciones Unidas, denunció el hecho de sesenta millones de abortos al año. ¿Es posible?…
Nosotros apartamos la mirada de tanto mal, y miramos el bien de nuestros pueblos latinoamericanos. Somos un Continente lleno de juventud, y esto es señal de que se ama la vida.
Al amar la vida, nos alegramos al ver cómo van aumentando a nuestro alrededor los invitados al banquete. Se llenan las mesas del mundo, y se va completando el número de los que un día nos sentaremos juntos en la mesa del Padre Celestial. Así miramos las cosas los que tenemos fe y no nos dejamos engañar por las razones que se nos dan para oponernos a la venida de un nuevo vástago a la familia y al mundo.
Y, porque tenemos fe, nos oponemos a todas esas normas inaceptables que nos importan de fuera, hasta como condición de ayudas que llaman humanitarias…
Nuestro instinto humano y nuestra fe, todavía sanos gracias a Dios, nos hacen ver al niño que llega como una bendición. La bendición más beneficiosa que Dios manda a nuestros hogares.