Preparando el fin
30. mayo 2024 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: OraciónHubo en la antigüedad clásica de Grecia y de Roma una corriente filosófica que tuvo muchos adeptos: fue el estoicismo. Los estoicos se gloriaban de no tener miedo a nada, de aguantar impasibles el dolor, de mirar la muerte con frialdad absoluta.
Estaríamos muy conformes con esta filosofía si no se empeñara en matar los sentimientos más nobles del alma. ¿Por qué la madre no puede llorar la muerte del hijo? ¿Acaso es esto una deshonra? ¿O es un deshonor que el hombre vierta lágrimas muy justificadas ante una enfermedad que se le presenta incurable y que le echa a perder todas las ilusiones en la vida?… Nunca será una gloria para nadie matar el propio corazón.
Los estoicos hacían gala, sobre todo, de mirar la muerte con frialdad total. ¿Viene la muerte? ¡Pues, que venga!…
Lo que no sabían aquellos filósofos que en su tiempo precisamente estaba metiéndose en el mundo una filosofía muy superior a la suya, como era la doctrina cristiana, que sin matar ningún sentimiento noble del corazón, daba una fortaleza mucho mayor a la que ellos derrochaban casi insensatamente.
Miramos, en concreto, el miedo a la muerte.
¿Quién ha dicho que para un cristiano es triste pensar en el fin, si es lo más bello? Hemos oído mil veces que cada uno con su vida se prepara ese fin que un día u otro nos tiene que llegar a todos. ¿Con qué pensamientos, con qué sentimientos, con qué ilusiones acabaremos nuestra vida? Pues, con los mismos con que hayamos vivido.
Nos figuramos que esto lo puede decir y lo dice solamente el Cura en una homilía pesimista. Y es todo lo contrario. Lo dice la sicología, lo dice el mismo sentido común. Pensar que en un momento se va a cambiar, como por arte de encantamiento, lo que ha llenado una vida entera, es casi un imposible.
Para explicarlo, nos podemos servir de un ejemplo que resulta curioso y simpático.
Un gran matemático francés se hallaba en la agonía. Ensimismado en sus pensamientos, no hacía caso de nada ni de nadie. Los suyos le prodigaban sus cuidados, y valía más que no perdieran el tiempo. No les prestaba ninguna atención. No había manera de que les respondiese a ninguna pregunta que le dirigían:
– ¿Está bien, se encuentra mal, le duele algo, quiere alguna cosa?…
Nada. Por contestación, el silencio más cerrado. En éstas estaban, angustiados, cuando llega un amigo del moribundo, gran matemático también. Viendo el caso, dice muy tranquilo a la familia:
– ¿Quieren que hable? ¿A que yo lo consigo?…
Se acerca al lecho del agonizante, y le pregunta sin más:
– Dime, ¿cuál es el cuadrado de doce?
La respuesta vino inmediata:
– Ciento cuarenta y cuatro.
Fueron sus últimas palabras. Moría como había vivido: haciendo números…
Hemos dicho antes que pensar esto no es pesimismo, sino, al revés, es algo que llena de ilusión, porque nos da todo un programa de vida la más feliz.
Amaré siempre, porque quiero morir amando.
Haré felices a los demás, porque quiero que se sientan felices los míos cuando yo los vaya a dejar.
Practicaré siempre el bien, porque quiero dejar huella luminosa detrás de mí.
No haré nada malo, porque quiero que todas las alabanzas que se digan de mí entonces —en el día de las alabanzas—, como lo llamamos con sentido de humor― sean verdaderas y no fingidas.
Trabajaré siempre, porque quiero que el descanso final sea un descanso verdadero y merecido.
Sonreiré siempre, porque quiero que mis labios se cierren con una sonrisa.
Viviré siempre en unión con mi Dios, porque quiero morir en sus brazos.
Como se ve, esto es un programa tan humano como divino. Para los que tenemos fe, esto es simplemente divino. Es llenarnos las manos para presentarnos ante Dios con ellas bien colmadas, a fin de tener después —voy a emplear palabras del apóstol San Pablo— un imponderable peso de gloria (2Corintios 4,17). Incluso para los que no tiene fe, esto es de sumo interés, aunque parezca muy humano solamente, porque da a su vida un valor grande y los acerca a Dios más de lo que ellos mismos se piensan.
De la agonía de un gran matemático, que había de morir como había vivido, pasamos a la agonía de un sacerdote muy amante de la Virgen. Lo contaba emocionada una enfermera, testigo del caso. Operan a aquel sacerdote santo, y bajo los efectos de la anestesia, inconsciente del todo, va repitiendo a la Virgen aquella oracioncita que tanto gustaba a los niños de Fátima, y que el buen ministro de Dios repetía de continuo en su vida:
– Dulce Corazón de María, sed la salvación mía.
Llegado el momento supremo, fue su fin lo mismo que había sido su vida. Murió en los brazos de María y encerrado en su Corazón de Madre, tal como había vivido siempre.
¿Triste pensar en el fin?… ¡No, por Dios! Para los creyentes es el pensamiento más dichoso. Porque me iré… ¡como yo quiera!