En una Misa con Cristo
19. junio 2024 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: GraciaLa Ultima Cena de Jesús ha sido siempre objeto de una contemplación especial dentro de la oración cristiana. Igualmente, no tienen número los cuadros y las estampas que nos representan este momento grandioso de la vida de Jesús. Cuando a todos nos gustan, algo especial entrañan.
¿Cómo no abismarse en el Corazón de Cristo cuando late más fuerte que nunca? ¿Cómo no querer vibrar a la par de ese Corazón divino, que arde en llamaradas intensas de amor a su Padre y a nosotros sus hermanos? ¿Cómo no ponerse en sus manos divinas cuando toma el pan y el vino para convertirlos en su Cuerpo y en su Sangre, y convertirnos a nosotros en una sola Hostia con Él?…
Corrían los tiempos de la Revolución Francesa. El Cura Párroco iba a empezar la Misa en la iglesia del pueblo, cuando es apresado por los revolucionarios y llevado a la gran ciudad. Metido en la cárcel y presentado al tribunal, es condenado a muerte, y los verdugos le proponen por burla:
– ¿Te gustaría subir al cadalso vestido de los ornamentos sacerdotales?
– No podríais concederme mayor gracia ni darme alegría más grande.
Revestido entonces en toda regla, va recorriendo a pie las calles y sube las gradas del patíbulo, como quien va al altar santo. Al pie del cadalso, exclama gozoso:
– ¡Me acercaré al altar de Dios!
Y los campesinos creyentes, feligreses suyos que le acompañan, comentaban:
– ¡Empieza a celebrar su Misa!… (Noel Punot, ejecutado en Angers)
Aunque podían haber añadido:
– Y nosotros la celebramos con él…
Porque participaban del sacrificio de su párroco querido
Este caso hermoso es imagen viva de Cristo y nuestra en el misterio de la Ultima Cena del Señor.
Jesús, antes de subir a la Cruz, con plena potestad sacerdotal, adelanta su sacrificio ante los apóstoles, a los que deja en recuerdo vivo su propio Cuerpo y su Sangre, para que los ofrezcan a Dios y se ofrezcan ellos mismos en un solo sacrificio.
Al encargarles que hagan eso mismo que Él hacía, venía a dar cumplimiento a la profecía de la Biblia:
– Desde donde nace el sol hasta el ocaso es grande mi nombre entre todas las gentes, porque en todo lugar se me sacrificará y se ofrecerá a mi nombre una hostia pura (Malaquías 1,11)
Jesús, en acto de obediencia a su Padre, le dice generosamente:
– Todos los sacrificios que se te ofrecían por el pecado no te han agradado. Pero aquí estoy yo, para cumplir tu voluntad (Hebreos 10,6)
Dios, complacido ahora con esta disposición de Jesús que resarce el orgullo, la rebeldía y la desobediencia de Adán, acepta el sacrificio de Jesús, nos devuelve por Él su gracia y su amistad, y nos admite a su gloria que se nos había cerrado para siempre.
Dios aceptó aquella Hostia divina que era Jesús. Descuartizado en todos sus miembros, muerto en la Cruz, y sepultado en el seno de la tierra, Dios resucita a Jesús y lo sube al Cielo.
¿Y nosotros? ¿Qué hacemos nosotros cuando queremos ofrecer algo nuestro a Dios? En el Cielo está la misma Víctima del Calvario, que ahora se pone en nuestras manos para que lo sigamos ofreciendo a Dios.
No repetimos el Calvario, pues con una sola vez quedó para siempre redimido el mundo.
Sólo hacemos presente en el Altar a la misma Víctima, Jesús, que se pone en las manos nuestras, para ofrecerlo y ofrecernos con Él nosotros mismos a Dios.
Nuestro trabajo, nuestro esfuerzo por la virtud cristiana, nuestros pequeños o grandes sufrimientos de cada día, todo lo que tenemos y somos lo llevamos al Altar, lo ponemos en las manos del sacerdote ministro, lo metemos en el cáliz del vino, y lo presentamos y ofrecemos a Dios como único sacrificio de Jesús y nuestro.
Aquel Santo (Antonio Ma. Claret) lo expresaba muy bien, cuando le decía al Señor antes de la Eucaristía:
– Jesús, como el agua que se mezcla con el vino en el santo sacrificio de la Misa, así quiero yo juntarme contigo y ofrecerme en sacrificio a la Santísima Trinidad
Cada Misa es para nosotros una gracia extraordinaria de Dios. Si no tuviéramos a Jesucristo para ofrecerlo a Dios, ¿qué le ofreceríamos? Nada, no tendríamos nada. Jesucristo entonces dejó a su Iglesia el único Sacrificio que ha aceptado y acepta Dios. Por eso les encarga a los apóstoles:
– Tomad mi cuerpo, que por vosotros es entregado. Tomad mi sangre que por vosotros es derramada. Haced esto como memorial mío.
Nosotros sólo hacemos lo que hizo Jesús.
Nadie tiene un culto más sencillo que la Iglesia Católica.
Nadie tiene un culto mayor ni más sagrado.
Nadie tiene un culto más valioso ni tan santificador.
Con nuestro Sumo Sacerdote Cristo Jesús vamos nosotros al Altar. Jesús, con las prendas sacerdotales de su Cuerpo, un día ensangrentado y hoy glorioso; nosotros, con la pobreza de nuestros dones, pero que Dios recibe y acepta complacido en una sola oblación con la de Cristo el Señor…