La persona en la familia

4. junio 2024 | Por | Categoria: Familia

Todos sabemos que Dios nos ha anunciado la Buena Noticia de la salvación por Jesucristo. Y Jesucristo, para transmitirnos ese Evangelio de Dios, se valió lo mismo de gestos que de palabras. Lo que hizo es tan importante como lo que dijo.
Más aún, para nosotros es mucho más aleccionador lo que hizo que lo que dijo, porque nos entra en la mente con mucha más facilidad, lo recordamos mucho mejor, y, sobre todo, nos arrastra a la imitación, para ser como fue nuestro Señor Jesucristo.

Esto, que vale para todos los aspectos de la vida de Jesucristo y de nuestra vida, es especialmente importante para la familia.
Al estudiar el Evangelio, nos quedamos sorprendidos ante el hecho de Nazaret. ¿Cómo es posible que treinta años de la vida de Jesús queden descritos con una simple pincelada en el librito de Lucas? ¿Cómo es posible que algo de tanta importancia como la familia no se lleve ni una línea escrita en el Evangelio? ¿Cómo es que Jesús no hablara nunca de un asunto de trascendencia tan grande? Muy sencillo: no quiso hablar, sino hacer; no quiso discursos, sino obras.

Aquí nos vendría bien como comentario ese refrán chino, tan repetido y tan atinado: vale más una imagen que mil palabras. Vale más el cuadro pintado sobre el tallercito de Nazaret, que mil cintas magnetofónicas que nos fueran repitiendo la lección…
Si hablamos de la familia en cristiano —y nuestros mensajes son todos cristianos—, volvemos continuamente nuestros ojos a la casa de Nazaret. En ella vemos a un hombre honrado que trabaja, a una mujer solícita que cuida de todo con esmero, a un hijo obediente que se deja formar. Y a los tres, respetuosos sumamente con el Dios de Israel, cuya ley se observa con fidelidad ejemplar.

A primera vista, y sin tener que discurrir, nos damos cuenta de cómo en esa familia campea un gran respeto por la persona. Cada uno de los tres que moran en este hogar tiene su personalidad propia, y, mirado todo objetivamente, las tres se diferencian en dignidad de manera muy notable y hasta desconcertante. Porque Jesús es verdadero Dios, y su dignidad, por eso mismo, es infinitamente superior a la de María y la de José. Ambos son conscientes de esto, y el respeto a Jesús, por niño que sea, es total, y Jesús, por muy superior que sea a José y a María, los respeta como a su mismo Padre celestial. María es muy superior a José, como Madre que es de Dios. José lo sabe, y la respeta como tal. Pero María le presta a José un honor absoluto, como a esposo y a cabeza de la familia.

José, verdadero esposo de María, la ama con ternura sin igual, pero asume con sacrificio el papel de custodio de la virginidad de María, inspirado por el Espíritu Santo. A Jesús, todavía niño de doce años, al que busca con dolor, le respeta su decisión de quedarse en el Templo, sufre y calla.

María reconoce la autoridad de José en el hogar. ¿A Belén? Pues, a Belén. ¿A Egipto? Pues, a Egipto. ¿De nuevo a Nazaret? Pues, a Nazaret. José es el cabeza, y a él le toca mandar.

Jesús, que es Dios, pero que ha asumido la condición de los hombres, sabe que le toca estar sumiso. Es hijo, y obedece. Es menor, y se deja formar. Ha crecido, obra por su cuenta, se queda en el Templo, permanecería con gusto en la casa de Dios su Padre, pero se rinde a la voluntad de papá y mamá, y con ellos se regresa a la casa de Nazaret, para seguir sujeto y obediente como el que más.

¿Cuál es el resultado de esta conducta de los tres? Una paz, una alegría, una dicha, que ya quisieran para sí los opulentos moradores de un palacio real inglés o los inquilinos de una casa presidencial, aunque sea la Casa Blanca…  
En esa casa de Nazaret hay pobreza honrada, hay que trabajar duro para ganarse la vida, y, sin embargo, a ninguno de los tres se le ocurre escaparse de la casa porque en ella se encuentre mal, ya que aquella casa es un cielo.

Hace años que fue a Londres el Ministro de una república africana. Se sabía algo de la famosa cama que había comprado su esposa, y los periodistas afilaban sus lápices y sintonizaban bien sus grabadoras para hacer la pregunta más curiosa y comprometedora. La cama estaba enchapada toda en oro. Había costado muchos miles de dólares, y el marido decía que una cama así no estaba bien en un país socialista, aunque no por eso la vendía… La mujer peleaba con él, y la desaprensiva de ella lo justificaba todo diciendo que una cama de oro resultaba más práctica que una colección de joyas… (K.E., Ministro de Ghana, Abril 1962)

Dejemos a ese matrimonio con su locura. Nosotros preguntamos solamente: a ver, ¿dónde se dormía mejor: en esa cama de oro o en la pobrecita casa de Nazaret?… ¿Dónde había más respeto a la persona?… En Nazaret no se discutía por una cama de oro. Allí no se desarrollaba más que una pelea silenciosa: a ver quién respetaba más a los otros dos y quién les servía mejor…

Sin discursos, y mirando sólo el cuadro de Nazaret, aprendemos la primera lección del Evangelio sobre la familia. Miramos a nuestros hogares, y nos comparamos con Nazaret: ¡Qué respeto! ¡Qué felicidad!…
En el hogar bendito nuestro —en el de usted, en el mío, que quieren imitar el modelo que Dios nos propone con Nazaret— hay amor, alegría, y paz envidiables… ¿A que no encontramos otra dicha mayor, por más que soñemos?…

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