Con sed de eternidad

1. agosto 2024 | Por | Categoria: Oración

Una de las convicciones cristianas que más bien nos hace en nuestra vida es ésa de que este mundo tan bello en que nos toca vivir es provisional. Es decir, la vida en este mundo es un regalo de Dios, pero no es más que el principio de otra vida mucho mejor que nos espera y que no acabará nunca, porque será una vida definitiva en el seno de Dios. Todo lo bueno que aquí tenemos —el amor, sobre todo— no es más que un pregusto y un anticipo de lo que Dios nos tiene preparado. Pasará todo lo malo e imperfecto, y quedará solamente una dicha sin fin.

Con esta idea clara en la cabeza, sabemos dar a la vida su verdadero valor. No nos engañamos en el uso y disfrute de las cosas. Todo lo bueno lo recibimos agradecidos de la mano de Dios y con esperanza de cambiarlo en algo mejor. Y lo malo nos preocupa relativamente muy poco, pues sabemos que acabará,  y que en el otro mundo no quedará ni rastro de lo que aquí nos tocó sufrir.

Cayó en mis manos un escrito interesante sobre la eternidad. Sobre lo que nos espera. Lo inspiraba la sentencia que se leía en un monasterio de monjes Cartujos, que pasan como los religiosos más severos. Decía la inscripción:
– Acuérdate de que el tiempo vuela de manera irreparable (“Memini volat irreparabile tempus”)
Me asusté al principio, pero pronto vi que se trataba de un pensamiento magnífico y consolador. Venía a dar razón a ese canto de los Encuentros Juveniles:
– Con sed de eternidad, con sed de eternidad…  
Vamos a explanarnos ahora en esa reflexión seria y hermosa a la vez, aunque sea aprovechando mucho ese artículo en cuestión.

Eso de la eternidad no lo podemos entender fácilmente, porque nosotros estamos metidos en el tiempo, y la eternidad es todo lo contrario del tiempo. El tiempo empieza en un momento y acaba en otro momento, que nosotros contamos por segundos, por minutos, por horas, por días, por años, por siglos, por milenios… La eternidad, no: ni empezó ni acabará. Y así, eterno no hay más que Uno, que es Dios. Sin embargo, Dios nos llama a nosotros a ser como Él de ahora en adelante: eternos. Hemos tenido un principio, empezamos a vivir —y cada uno cuenta los años que tiene y los que podrá vivir todavía—, pero ya no tendremos fin, porque después de la muerte en este mundo, Dios nos meterá en su eternidad y ya no acabaremos jamás, jamás…

Uno de los grandes jefes comunistas del principio (Bujarin), y fusilado por Stalin, decía desengañado al fin:
– Digan allá a los de Europa que se den prisa para encontrarnos en la inmortalidad, pues si hemos de morir un día, todo lo que hacemos carece de sentido.
Decía bien este gran comunista y ateo, aunque con estas últimas palabras suyas volvía a confesar su fe. Quería convencernos de que solamente lo que es eterno vale la pena; lo demás, pasa, pasa…

Esa eternidad es un pensamiento muy alentador. Nos lo dice de una manera linda aquella leyenda alemana, de un monje que se puso a meditar estas palabras de un salmo, cuando dice a Dios:
– Mil años en tu presencia son como el día de ayer, que ya pasó.
Dios le va a enseñar lo que el pobre no entendía.
Se interna en el bosque del monasterio y nadie da con él. Está escondido escuchando cómo canta un ruiseñor, que le dejó embobado. Canta y canta el pájaro, y el monje está fuera de sí. Se calla al fin el canoro ruiseñor, y el monje se vuelve al monasterio al cabo de una hora….
¡Una hora! Eso creía él… Busca el monasterio y lo halla todo cambiado. No conoce a nadie y nadie le conoce a él. Se expresa en un alemán antiquísimo, que casi nadie entiende. Da razón de sí, y nadie le cree. Pregunta por el Superior, por sus compañeros…, y nadie ha oído hablar de ellos…
Miran al fin los archivos más antiguos, en pergaminos arrugadísimos, y allí estaban todos los nombres que él daba y el suyo propio. Era todo verdad. Habían pasado mil años, que a él se le hicieron una hora solamente… (Leyenda del monje de Heisterbach)

Esta es la imagen de la eternidad que nos espera. Los siglos eternos en el seno de Dios serán de un embeleso que no podemos imaginar. Dios es grande, tan grande, que el Cielo no aburrirá jamás, así como no se acostumbrarán jamás al tormento los que se pierdan por culpa suya.

Nosotros contemplamos la eternidad con ojos de triunfadores. Jesucristo, el Hijo de Dios, que se metió en nuestro tiempo hace dos mil años, subió al Cielo para prepararnos lugar en una Ciudad, la Jerusalén celestial, que nunca será derruida, que nunca pasará, sino que será nuestra morada mientras Dios exista, y Dios es eterno… Esto lo sabemos por el mismo Jesús, que nos dice cómo será la sentencia que pronunciará sobre nosotros:
– ¡Venid, benditos de mi Padre, venid a poseer el Reino que os está preparado desde la creación del mundo! (Mateo 25,34)

Si el tiempo vuela de manera irreparable, en vez de asustarnos y dejarnos con miedo, nosotros decimos jubilosos:
– ¡Gracias a Dios, que el tiempo pasa ligero! Porque, al término de su vuelo, nos habrá metido en esa eternidad que ahora nos llena de sed, de sed de Dios…

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