Estampas de Jesucristo
11. octubre 2024 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: OraciónUno de los fenómenos más comunes entre las personas que se aman es aquel que podríamos llamar mimetismo. O sea, el afán por asemejarse a la persona querida. Se le quiere imitar en todo: en la manera de pensar, de hablar, de expresarse, de actuar. Se tiende a hacer siempre lo mismo que ella. Este hecho, comprobado tantas veces, tiene una aplicación muy grande en el orden espiritual de la fe.
Desde el momento que nuestra religión se centra en Jesucristo —conocido, amado, vivido—, todo el afán del cristiano es asemejarse lo más posible a Él. La ilusión más grande es salir una copia perfecta de Nuestro Señor Jesucristo. De ahí ha nacido la expresión tan cristiana de la Imitación de Cristo, que ha dado incluso el título al libro mejor que ha nacido en el seno de la Iglesia.
Aquellos dos jóvenes artistas eran ciertamente muy ambiciosos, y se hicieron una apuesta: uno debía pintar la Mona Lisa de Vinci y el otro las Meninas de Velázquez, obras cumbres de la pintura universal. Las copias habrían de resultar tan fieles que fuera después imposible distinguirlas de los cuadros originales.
Otro estudiante ya había conseguido eso mismo en literatura: de tal manera imitó a Teresa de Avila, que los miembros del jurado colegial hubieron de repasar las obras de la gran Doctora, para comprobar que el escrito del discípulo no había sido un plagio (Daniel Ruiz Bueno, traductor de clásicos en la BAC)
Esta nota curiosa de los tres muchachos atrevidos, los dos pintores y el literato, se convierte en un signo bello de la principal tarea cristiana.
¿Quién es un cristiano? La respuesta es clara si examinamos el plan de Dios, el cual nos eligió para ser en todo iguales a su Hijo, el Señor Jesucristo. San Pablo es en esto terminante:
– Pues, a los que había previsto, los eligió y predestinó a ser copias exactas de la imagen que es el tipo, o modelo, su Hijo, Cristo Jesús (Romanos 8,29)
Aquí observamos una diferencia esencial entre el concurso de Dios y los concursos artísticos en la sociedad.
En una exposición de pintura, de fotografía, de escultura…, en un certamen de literatura, de poesía…, en un desfile de modas…, no se admiten imitaciones. Quien es sorprendido en un plagio, no solamente es descalificado, sino acusado y multado por robo a la propiedad intelectual de otro. Las obras deben ser plenamente originales.
Esta es la razón de ser de esos avisos al pie de tantas publicaciones:
– Prohibida la reproducción total o parcial. Cualquier infracción será castigada según la ley.
En el concurso convocado por Dios ocurre todo lo contrario, porque en él no caben las originalidades.
El primer premio del certamen se lo llevará aquel que resulte la copia más fiel de Jesucristo, que es el tipo, la imagen, el modelo propuesto por Dios a toda la Humanidad redimida.
Tanto es así, que cuando Pablo les invita a los primeros cristianos a imitarle en todo lo bueno que hayan visto en su persona —pues les dice: imitadme a mí—, se encarga muy bien de añadir: como yo imito a Cristo. El prototipo no es Pablo, sino Jesucristo (1Corintios 11,1)
En los concursos de Dios, el aviso a los ladrones de copias sería muy diferente. Podría Dios formularlo de esta manera:
– Permiso, autorización, y hasta mandato, de sacar cuantas más y mejores copias se puedan. Grandes premios a las reproducciones más fieles…
Es el caso de los que llamamos Santos por antonomasia, los reconocidos y proclamados tales por la Iglesia, y venerados en los altares. Son hombres y mujeres como nosotros, pero que fueron unos imitadores perfectos de Jesucristo.
Se puede recordar, por ejemplo, a un San Vicente de Paúl, el cual, ante cualquier cosa que había de hacer, se detenía unos instantes, y se preguntaba:
– ¿Qué haría Cristo aquí y ahora, en mi lugar?
Como es natural, Vicente resultó una copia perfecta del Señor.
Si somos buenos observadores cuando se nos dirige en la Iglesia la Palabra de Dios, habremos notado que la predicación de la Iglesia, notablemente mejorada en comparación de épocas pasadas, se dirige a esto: a presentarnos al Jesucristo del Evangelio como el único modelo a quien imitar.
¿La vida de familia? Como la de Jesús con su Madre y con José.
¿La oración? Como la de Jesús, constante, confiada, ininterrumpida.
¿El trabajo? Como el de Jesús por los campos y en el taller de Nazaret.
¿El trato con los demás, el amor, la comprensión? Como los de Jesús, de una exquisitez, delicadeza y elegancia como del Hombre más perfecto…
Esta tarea tan interesante y tan hermosa es de todos, y no de unos privilegiados. El día en que nuestro trabajo, nuestra plegaria, nuestra relación con los demás y todo nuestro quehacer en la vida sean como los de Jesucristo y estén animados por sus mismos sentimientos, quedaríamos mejor clasificados como cristianos que los valientes alumnos de Teresa, de Vinci y de Velázquez como literatos o pintores…