Canales en abundancia

6. noviembre 2024 | Por | Categoria: Gracia

Jesucristo vino al mundo —como dijo El mismo— para que tuviéramos vida y la tuviéramos en abundancia. La vida de Dios. La vida eterna. La vida de la cual está El rebosante, y que llamamos la Gracia.
El mismo Jesús comparó esta Gracia con el agua viva, el agua de manantial, el agua que apagaría toda nuestra sed, el agua que formaría un surtidor capaz de alcanzar hasta la altura del cielo en la vida eterna.
¡Bendita vida de Dios que llevamos dentro! ¡Bendita la Gracia santificante, que nos transforma en Dios, porque nos mete de lleno en la vida de ese Dios que es Trinidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo!

Desde el principio de nuestro Programa dijimos cómo nosotros los laicos, los seglares, los que formamos la mayor parte del Pueblo de Dios, estamos llamados a ser santos, a hacer que la Gracia abunde en nuestras almas para no quedarnos en unos cristianos a medias. Sabemos lo que es la Gracia, la vivimos como aquel mártir excelso de la primera Iglesia, San Ignacio de Antioquía, y la sentimos en nosotros como el agua de la fuente que salta limpia y corre fresca, agua habladora, porque nos dice que viene de Dios y es Dios en nosotros.

El agua bautismal nos dio esa agua divina de la Gracia que corre en el campo de nuestra alma, agua que va siempre en crecida. Al principio, es un simple riachuelo, pero va engrosando el agua de mil maneras, pues serán innumerables los afluentes que irán arrojando en él más y más agua hasta convertirlo en río majestuoso.
La Gracia de Dios está siempre en crecida. Y nos interesa conocer esos canales o afluentes, para no ser nosotros quienes pongamos diques a las avenidas de agua que nos llegan tan generosamente… Este es el secreto para ser santos: ir aumentando la Gracia en nosotros, hacer que el río crezca siempre más.

Todos sabemos cuáles son esos canales que nos traen la Gracia de Dios, pues Dios los ha prodigado en abundancia y el Espíritu Santo se encarga de que vayan siempre llenos.

Los Sacramentos —antes que todos y sobre todos los demás medios— nos comunican la Gracia de Dios de manera extraordinaria. Y entre todos los Sacramentos, está la Eucaristía, que no pone límite a la Gracia que nos trae cuando comulgamos, pues mete dentro de nosotros a Jesucristo en persona, que es la fuente de la misma Gracia, la cual está toda remansada en su Corazón divino. Comulgar es llenarse de la vida de Dios sin otros límites que nuestra capacidad de recepción.
Junto con los Sacramentos, se lleva la primacía en eficacia la oración. Rezar, hablar con el Señor, es ponerse en comunicación íntima con Dios, y no hay persona que ore mucho y no sea santa de verdad, porque la Gracia viene sobre ella a raudales.

Con la oración, va de parejas el trabajo, que, por ser voluntad de Dios, es cumplir lo que El quiere de nosotros y nos santifica de modo extraordinario, pues lo realizamos como deber impuesto por el Señor.
Con los Sacramentos, la oración y el trabajo propio de cada uno, la Gracia nos viene a torrentes. Pero no son los únicos canales de la Gracia, ni mucho menos.
¿Se aprovechan todos los medios de santificación que la Iglesia pone a disposición nuestra?
¿Valoramos lo que significan para nosotros las maravillas de la Naturaleza, que nos elevan tan delicadamente a Dios?
¿Sabemos lo que es poner en actividad el amor del corazón y derramarse en ayuda de los hermanos que están en necesidad, si es hacer a Jesucristo en persona lo que hacemos por los demás?
¿Nos damos cuenta de lo que es la ayuda que nos prestan los demás?
¿Somos conscientes de lo que significa la Comunión de los Santos, por la cual nos transmitimos unos a otros las riquezas de la Gracia?…

Me viene a la mente a este propósito lo que se contaba de uno de los mayores oradores franceses del siglo diecinueve. Era un sacerdote jesuita famoso por su saber, su ejemplaridad y su elocuencia (Padre Ravignan). Le encargan la misión en una ciudad muy fría religiosamente, de modo que la tarea se presentaba llena de dificultades. Se lleva consigo un Hermano lego de la Comunidad, que, sentado en un rincón de la iglesia, no hacía más que rezar y rezar rosarios por el Padre y por los fieles del auditorio. El primer día, muy poca gente al acto de la Misión. El segundo, bastante más. Pronto no cabía la multitud en el templo. El sacerdote misionero, a pesar de su santidad reconocida, empieza a sentir algo de vanidad. Pero Dios, por un alma selecta, le hace llegar el mensaje: -No, si no es a ti ni a tu elocuencia a quien se debe tanta Gracia sobre los pecadores en esta misión. Es a las oraciones incansables de ese Hermano tan humilde, que no hace sino rezar para atraer la Gracia de Dios sobre los corazones.

Así somos en la Iglesia. Rogamos unos por otros, y la Gracia de Dios afluye en ayuda extraordinaria para la santificación de todos.
Hoy los laicos en la Iglesia hemos tomado mucha conciencia del deber de ser santos. Por eso, muchos tienen como su gran ideal el aumentar esa Gracia de Dios que tienen desde el Bautismo.
Quieren hacer —seguimos con la comparación antes traída— que el agua del riachuelo se convierta en un río tan caudaloso e imponente como el Mississipi, el Plata o el Amazonas…

Dios no ha sido avaro de sus dones. Un poco de inteligencia, y un poco de esfuerzo también, nos convierten en unos santos de categoría. Todo es cuestión de quererlo. ¿Y quién no lo va a querer?…

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