La Gracia frente al materialismo
27. noviembre 2024 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: GraciaOímos decir continuamente que el mundo moderno se ha arrodillado ante el becerro de oro descrito por la Biblia, pues no tiene más ilusión que la de aquel entonces: dinero, diversión, fiesta…, y Dios que se quede allá arriba en la montaña misteriosa, porque ni lo vemos ni nos interesa.
Es cierto, pero ante ese materialismo del mundo que se entrega al placer como fin de la vida, está el mundo de los creyentes —afortunadamente, nosotros— que valora la Gracia, el don de Dios, y busca los bienes eternos por encima de todo lo que perece. ¿Y quiénes son los acertados? ¿Quiénes tendrán al fin la razón, los materialistas o los fieles a Dios?…
Se dio el caso cuando los comunistas se apoderaron de China. Un sacerdote toma la palabra en un mitin del Partido, y confiesa valiente: Señores, no tengo más que un alma que no puede ser dividida. Pero tengo un cuerpo que lo puede ser. Doy a la patria el cuerpo material en que ustedes creen, y doy al Cielo el alma en la cual ustedes no creen. Ya que ustedes niegan el alma y el Cielo, estarán contentos con mi cuerpo que dejo a la tierra. El sacerdote desapareció para siempre. Muerto aquí, vive en Dios.
Cuando hablamos del materialismo hemos de recordar algo la historia de los tres últimos siglos. En el siglo dieciocho, los filósofos llamados enciclopedistas, incrédulos por todos los costados, metieron en la alta sociedad la costumbre de no acabar una cena sin atacar a Dios y decir: ¡No existe el espíritu! ¡Materia! Todo es materia! ¡Lo que ven nuestros ojos, y nada más! Y uno de aquellos filósofos más malos, señalaba con orgullo satánico: Hemos hecho caer una lluvia de bombas sobre la casa del Señor.
Viene después el siglo diecinueve, y surge Marx, del que vendrá el comunismo materialista y ateo. Como los filósofos anteriores, dirá que todo es materia, que Dios no existe. Pero la cosa no quedaba en la cabeza de los filósofos y en la sociedad elegante, como antes, sino que penetraba en las masas. Y el mundo obrero se alejó de Dios y lo atacaba hasta con las armas, puesto que la religión es el opio del pueblo…
Ha pasado el comunismo marxista, ¿y qué contemplamos hoy? Lo mismo, pero de otra manera. Como los enemigos han visto que es inútil atacar a Dios, han dejado de interesarse por Él. Ahora creen a lo más en un Dios difuso, impersonal, que no da ningún miedo porque, aunque exista, no interesa y no va a pedir cuentas a nadie… Es el Dios de los agnósticos. Es el Dios de muchas personas de hoy: esas personas que no niegan a Dios, pero lo deforman y no lo tienen en ninguna consideración. Porque lo mismo les da que exista como que no exista.
¿Queremos una prueba? Miramos lo que pasa con la ley del aborto, despenalizado en muchas naciones y proclamado como libre en convenciones internacionales. Quienes lo defienden y lo aprueban, ¿han pensando en que un día van a dar cuenta a Dios? Ni se les ocurre. Pero se llevarán la sorpresa y el susto cuando menos lo piensen…
Total, que para los materialistas sin fe lo que importa es el dinero, pues con el dinero hay bienestar, y con el bienestar hay placer y goce en la vida. Por lo mismo, ¡a gozar, a divertirse, a pasarla bien!… De este modo, volvemos a aquellos tiempos que nos describe la Biblia cuando Noé o cuando el pueblo de Israel se prostituyó ante el becerro de oro y se dio a fiestas desenfrenadas al pie del Sinaí.
El ideal del mundo moderno es el bienestar y el disfrutar sin fronteras. Para ello, aunque la injusticia oprima a los pobres. Aunque para enriquecerse haya que destruir la naturaleza. Aunque se deshaga el hogar y aunque no haya que tener hijos porque los hijos estorban. Aunque haya que abandonar el culto porque la Palabra en la Iglesia remueve las conciencias. Aunque, aunque… aunque todos los valores del espíritu desaparezcan ante la nueva filosofía del bienestar, del disfrute y del placer en todas sus formas.
Al mundo de hoy le pasa frente a los dones de Dios lo mismo que al Israel del desierto. No importaba nada el que Dios hubiera sacado a su pueblo de la esclavitud de Egipto. Se soñaba en las ollas de carne que allí dejaron… Se despreciaba el maná, pan del cielo, y se añoraban los verduras insulsas y las cebollas de Egipto… El caso era dejar al Dios verdadero y Salvador para regresar a dioses, placeres y costumbres que esclavizaban.
Frente a todo esto que hoy ven nuestros ojos, nosotros alzamos la mirada a las alturas, y en el cielo azul o entre las estrellas de la noche profunda buscamos al Dios que se nos ha revelado y que ha venido a nosotros en Jesucristo. Lo buscamos y lo encontramos. Y al poseerlo, nos sentimos felices de verdad. Contemplamos la creación, y la disfrutamos como un regalo de Dios.
Mienten los que dicen que nosotros los creyentes no somos felices y no gozamos. Nadie disfruta del amor como nosotros, porque lo experimentamos y lo vivimos con conciencia pura. Nadie disfruta de la naturaleza como el hijo de Dios, que, igual que Francisco de Asís, canta al hermano sol, al agua limpia y casta, a los árboles, a los pájaros y a las flores…
Sobre todo, nadie es feliz como el católico, que, después de haberse alimentado con la Palabra de Dios en la Biblia y en la predicación de la Iglesia, tiene la dicha de acercarse al Pan de la Vida, al Cuerpo y la Sangre del Señor, que se le da en la Eucaristía. En ese Pan, que contiene en sí todo deleite, se une el católico creyente con el Señor Jesús y gusta por adelantado los goces del Cielo, de los cuales se le da la prenda más segura y firme en el Sacramento del Amor.
Vemos así contrapuestos, enfrentados y en pugna, el materialismo de los incrédulos y la Gracia de los creyentes. ¿Quién tendrá la razón? ¿Los que no creen y los que dejan de lado a Dios, o los que le permanecemos fieles?… ¿Qué quedará al fin, el cuerpo que no sube al cielo o el alma que no se queda en la tierra?… El sacerdote chino, matado por los comunistas, podría darnos una respuesta…