Las etapas de la vocación

13. noviembre 2024 | Por | Categoria: Gracia

Cada vez que hablamos de la Vocación cristiana nos vienen sin más a la memoria las palabras de San Pablo a los de Éfeso, continuamente repetidas: Dios nos ha elegido para ser santos, inmaculados y amantes en su presencia, en honor de su Gracia.
Todo es gracia, todo es regalo, todo es pura bondad de Dios. Y todo es para bien nuestro, pues, al ser llamados, por parte de Dios ya estamos glorificados con Jesucristo en el Cielo.
Lo único que nos pide es que seamos fieles a su llamada.
Que seamos como María, la imagen y modelo de nuestra peregrinación en la fe. En la Virgen, todo fue gracia de Dios y todo fue correspondencia de María. Le dice el ángel: ¿Quieres? Dios te escoge. Y María responde generosa: Sí, que se cumpla en mí su voluntad. Porque yo no soy más que una humilde sierva del Señor.
El problema de nuestra salvación está resuelto con sólo guardar esta disposición de la Virgen: ¿Dios me llama? Pues, ¡aquí estoy! ¿Qué quieres, Señor, de mí?…

En la espiritualidad moderna —sobre todo a partir del Concilio— los católicos nos hemos vuelto cada vez más conscientes de que Dios nos llama a la santidad. Y nos hemos formado una idea clara de lo que esto significa. Hemos mirado a María como el ejemplo supremo. Pero siempre traemos a consideración el modelo de Abraham, padre de los creyentes. Y vemos que, para Abraham, la vocación fue estas tres cosas:
– un salir de su tierra pagana,
– un caminar a través de sendas desconocidas fiado sólo de Dios,
– y un llegar a la tierra de Canaán, que Dios le prometía para él y para toda su descendencia.

Esto es exactamente la vocación cristiana: una llamada, un viaje y un destino.
Una llamada, que es un salir de la culpa en que desde el paraíso nos tenía metidos Satanás, igual que salió Abraham de la tierra pagana de los caldeos.
Un viaje a través de este mundo, que es totalmente provisional.
Y un llegar a la posesión de la Gloria que nos mereció Jesucristo, y en la cual Él nos espera a todos.

Así de sencilla se nos presenta nuestra vocación cristiana. Dios hace las cosas más grandes con una naturalidad desconcertante. A nosotros, para ser fieles a nuestra vocación, nos basta —como a Abraham— cerrar los ojos y dejarnos llevar por la mano de Dios, Padre que nos ama, nos da toda su ayuda, y nos brinda nada menos que su misma felicidad eterna.

Si queremos considerar esas tres etapas de nuestra vocación —el arranque, el recorrido y el término—, no debe asustarnos el primero, o sea, el desprendernos del pecado que nos inyectó Satanás con aquel mordisco a la fruta prohibida. La victoria del demonio sobre nosotros fue temporal, porque habría de venir Jesucristo para arrebatarle las presas. Satanás rió solamente de momento, como lo demuestra el cuadro célebre de una catedral alemana. Mientras la muerte se lleva encadenados a Adán y Eva, el demonio toca divertido el violín. Con la muerte y resurrección de Jesucristo, Satanás arrojará violentamente el violín para lanzar rugidos espantosos de derrotado… El cristiano arranca de aquí: de una victoria contra el demonio, porque rechaza el pecado y ya no hace más alianzas con el enemigo.

En el caminar, el cristiano vive de la fe, hoy más necesaria que nunca. Mientras muchos ponen lo social como objetivo primero de su actividad, sin pasar las fronteras de este mundo, el cristiano hace lo contrario: pone su mirada en el final, en lo que restará después de la muerte. Trabajar por los ideales del bienestar terreno está bien y hasta constituye una obligación, pero no es lo principal, ni mucho menos. Lo primero es la vida eterna a la que Dios nos llama, aunque la merecemos trabajando con denuedo por ayudar a los hermanos. La fe ilumina nuestra actividad social, sin que la actividad social condicione nunca nuestra fe.

Todos los acomodos de la fe a cuestiones temporales están fuera del camino de la salvación, y a esas acomodaciones se les aplican con razón las palabras siempre sabias de Agustín: Corres bien, pero corres fuera de camino. Lo primero, con palabras de Jesús, es la salvación última; lo demás, viene como una consecuencia necesaria. Quien más y mejor mira hacia la Patria que nos espera es también el que más y mejor trabaja por los demás compañeros del camino…

Un sabio escritor decía que para todo joven y para todo hombre, desde que nace, Dios crea un Reino. Y ese Reino nos está esperando a todos (Wilde). Es el fin de nuestro caminar incesante. En esta vida no tenemos ciudad permanente, sino que vamos en busca de otra ciudad futura, no construida por mano de hombre sino por la mano de Dios.  

Esta perspectiva de tener que dejar un día todo lo que tenemos no hace triste la vida, sino grandemente feliz. Los paganos no lo han entendido nunca así. El gran poeta romano pudo escribir unos versos inmortales: Nacemos entre lágrimas, pasamos una vida llorosa, y se cierra entre lágrimas nuestro último día (Ovidio). Pero el cristiano no está conforme con esto. Como no lo está con el emperador también romano, que llega hasta Britannia, la antigua Inglaterra, y cuando ya la tiene casi conquistada del todo, le llega la muerte y se lamenta con dolor: Soy señor del orbe de la tierra, y, con todo, nada me aprovecha (Septimio Severo)

El cristiano, consciente de su vocación para la eternidad, hace suyas las palabras triunfales del Papa Pablo VI en un mensaje pascual: La vida es hermosa si es NUEVA, si es BUENA, si es PRUDENTE, si es FUERTE; en una palabra, si es CRISTIANA (Pascua 1977). Esta es nuestra vocación. ¿Vocación más bella, vocación más alta? No la encontraremos…

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