¡Y hay que corregir!
12. noviembre 2024 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: FamiliaNo cabe la menor duda de que los papás son seres afortunados cuando los hijos son todavía muy pequeños. Los niños chiquitos traen al hogar la felicidad más grande y encantadora. ¡Qué bien si se pudiera detener el tiempo y gozar siempre de la alegría que dan los chiquitines!… Pero los días son imparables, los pequeños se hacen mayorcitos, y se echa sin más encima de los padres un deber muy serio, como es el deber de la educación. Y la educación lleva consigo el tener que ponerse serios muchas veces y corregir sin más. Esto, con todos, absolutamente con todos los niños.
El Papa Juan Pablo II, en una de aquellas audiencias generales en las que hablaba de la Virgen con amor tan entrañable, hubo de tocar el tema de la educación del Niño Jesús por la Virgen (4 Diciembre 1996). Y todos los medios de comunicación de aquel día hacían hincapié en las acertadas palabras del Papa.
María no tubo que dar bofetadas ni ordenar nunca el consabido ¡A dormir sin cenar!… Sin embargo, María, y con José al lado, hubo de formar a Jesús Niño, orientarle, corregirle defectillos naturales y propios de la niñez, que no implican nada la moral; porque Jesús, siendo Dios, no podía tener culpa alguna que significara pecado ni de lejos…
Jesús fue un niño del todo singular, pero exigió la formación humana, y la formación lleva siempre consigo orientación y corrección, o al menos, orientación para evitar los defectos y los fracasos.
El Evangelio de Lucas lo dice delicadamente al asegurarnos que Jesús les estaba sujeto a José y María. La presencia de José era necesaria para establecer el equilibrio entre la ternura de la mujer y el vigor y firmeza del varón.
De María aprendió Jesús la lengua, las formas educadas en la mesa, el trato delicado con los compañeritos durante el juego, las plegarias a Yavé, la obligación de ir a la sinagoga los sábados, la fidelidad en la peregrinación anual a Jerusalén… María fue la mujer formidable que educó sin castigar nunca.
Y Jesús, con una educadora tan exquisita como María, nos ofrece a lo largo del Evangelio una personalidad tan equilibrada, tan elegante, tan fina, tan dulce, tan amorosa, tan firme y tan caballerosa en sus modales, que arrastraba a todos, hasta reconocer sus acusadores ante Pilato que era ese ajusticiado había sido un verdadero seductor…
Desde el momento que Dios nos daba en Jesús el modelo acabado de toda perfección, tuvo que darnos también en Él lo que significa la educación de los padres sobre los hijos, y nos dio en José y en María —en María sobre todo, porque la formadora insustituible del hombre es la madre— el modelo también del educador en el seno del hogar.
Y desde el momento que nosotros no somos impecables como Jesús, sino que llevamos dentro la raíz del mal heredada de nuestro padre Adán, hay que contar con la corrección en la educación de los hijos. Y la corrección —lo sabemos todos muy bien— es siempre dolorosa, pero constituye un deber ineludible de los padres. Papás que no corrigen habrán de atenerse después a consecuencias muy desagradables. Papás que no han huido del deber de corregir, cosechan después frutos muy sazonados y dulces.
Si no hay que dejar pasar por alto los defectos de los hijos, ¿cómo hay que corregirlos y qué formas se deben usar? Aquí vienen las divergencias. ¿Se debe usar el rigor? ¿Se pueden utilizar castigos físicos? ¿Bastan sólo las palabras suaves? ¿Resulta un silencio triste, aunque sea muy significativo?…
Todos los sicólogos y pedagogos están hoy conformes en decir que la violencia en la corrección no es eficaz, porque el castigo violento se le clava al niño como una espina y un día u otro se la saca a su manera. Y será siempre con violencia también: o contra los mismos padres cuando se haya hecho mayor, o contra los compañeros en el juego y la clase, o el día de mañana cuando tenga hijos y deba corregirlos él: lo va a hacer todo tal como lo hicieron con él un día, a lo mejor ya muy lejano…
La norma segura y de verdad eficaz en la corrección está en hacerse respetar los padres por el amor y no por el miedo. Y si ha de venir el castigo, que ese castigo sea proporcionado y razonable, de modo que el niño —aunque le duela— no tenga nada que objetar, porque lo ve del todo justo.
Es lo que hizo una vez el gran educador San Juan Bosco. Da una orden sobre la vacación, los muchachos se rebelan y no guardan el silencio debido. Don Bosco sube a la tribuna antes de mandarlos a dormir, guarda un silencio severo, y se limita a decirles: No estoy nada contento de vosotros. Le quieren besar la mano, como cada noche. Pero él se niega. ¡No; hoy, no! Fue el castigo más severo, y los niños ya no desobedecieron más.
Cuando se habla de este tema, siempre salen a relucir casos y casos de la historia. Unos, para colmar de alabanzas a los padres que han sabido educar, como el del gran pensador que decía: Todo lo que soy lo debo a la tierna solicitud de mi madre (Pascal). Y otros, para maldecir el recuerdo de los seres que tenían que haber sido los más queridos, como el del criminal que grita ante el patíbulo: Perdono a todos, menos a mi madre, pues por culpa de ella estoy ahora yo aquí. Si me hubiera corregido a tiempo, no hubiese sido yo un criminal (Ocurrido a San Antonio María Claret. Al fin el criminal perdonó a la madre). Casos y cosas muy aleccionadores…
Mirándose en José y en María, los padres no se asustan ante el deber de la corrección. Saben que están enderezando el árbol, que lo podan, que le limpian las adherencias malsanas, para que un día dé los frutos más exquisitos. Y saborean, desde el principio, la felicidad de ser padres de un hijo de categoría y de una mujer preciosa. Hijos así formados, ¿no son su gloria mayor?….