La educación de los hijos

31. diciembre 2024 | Por | Categoria: Familia

Pocas palabras de Jesús habrá en el Evangelio que hayan tenido tanta repercusión, alcance y trascendencia como éstas: ¡Dejad que los niños vengan a mí! (Mateo 19,14). Además, dichas con una ternura que asombra. Jesús se mostraba con ellas, aparte de un Dios que ama la obra más delicada de sus manos divinas, un hombre de categoría excepcional, pues dicen que el hombre más hombre se distingue precisamente por el amor que siente hacia los niños.

Y Jesús agarraba a los niños, los abrazaba y se los devolvía a las felices mamás, como diciéndoles: ¡Guárdenmelos bien!… Ve después al joven tan bien formado, que le responde: ¡Señor, esos mandamientos los he guardado desde mi niñez! (Mateo 19,20), y Jesús se conmueve, le clava su mirada profunda, y dice el Evangelio que lo amó…

Ese grito del Evangelio, ¿hacia quién va dirigido ante todo y sobre todo? Ya se ve que Jesús lo dice más que nadie por los padres, pues nadie hay que tenga a los niños tan en su mano como los padres que los trajeron al mundo.

Dios ha puesto esos niños en las manos de los papás como materia prima que debe ser formada. El niño es como la arcilla: ¿qué forma le dará el alfarero?… Es como el oro o el diamante sacados de la mina: hay que trabajar el oro y darle forma para que sea un anillo lujoso. Hay que pulir el diamante para que luzca en todo su brillo y esplendor…. Este es el fin y la obra de la formación, como lo expresa la misma palabra: se tiene la materia, pero hay que darle la forma.

Los papás tienen una doble misión con el hijo: han cumplido la primera de darle la vida; falta la segunda, como es la formación del hombre o de la mujer que Dios ha puesto en sus manos.

Hoy se habla tanto y tanto de la formación y educación, y existen a montones los libros con normas muy acertadas de pedagogía. Pero lo más importante no es el que los padres conozcan muchas normas escritas, sino que tengan la conciencia de su alta misión de educadores, que pongan ilusión en educar bien, que eduquen con amor grande. Con estas tres disposiciones, la educación no resulta difícil, y, además, ellas dictan las líneas de acción más acertadas.

Lo primero que se necesita es la conciencia de la misión que la naturaleza y Dios les imponen a los papás. De ellos depende el resultado final. El hijo o la hija saldrán en consonancia con la forma que se les haya dado. El Beato Federico Ozanam, hoy venerado en los altares, se casa y le llega la primera hija. No podía con su felicidad. Entonces formula su gran propósito de padre: Ahora tengo que ser mucho mejor. La educación de mi niña me exige que yo sea perfecto. Esto es tener conciencia de la misión de educador.

Esta conciencia de la misión va acompañada necesariamente de ilusión, sabiendo que el esfuerzo por educar no queda baldío. Es cierto que hoy se necesita más que nunca esta ilusión, pues hasta el niño y el adolescente —no digamos ya el joven— están contagiados de la rebeldía que se ha impuesto en la sociedad. Sin embargo, por difícil que resulte hoy la tarea de educar, el trabajo constante y la paciencia lo alcanzan todo. Llega un momento en el que tanto el muchacho como la muchacha se dan cuenta de que los valores de la vida no estaban en las aventuras que enseñaban los compañeros de clase o de diversión, sino en las sensatas lecciones de unos papás responsables. Los frutos mejores se palpan después de muchos años.

Es lo que le pasó a Adams, Presidente de Estados Unidos. Un día escucha estas palabras de un visitante: Yo sé muy bien cómo ha llegado usted a ser tan excelente persona y buen gobernante. Sorprendido el Presidente, pregunta: ¿Y qué sabe usted de mí? Y su interlocutor: ¡Oh, nada! He leído las cartas que su madre le dirigía a usted. Con emoción contenida, responde el mandatario: Sí, es cierto. Aquellos consejos de mi madre realizaron la obra mayor.

Y, como siempre, el amor es lo que juega el papel principal en la formación. El amor es el motor de los padres y será en los hijos el recuerdo supremo que les iluminará en los momentos difíciles de la vida. Se olvidarán muchas cosas, pero lo que no se olvidará jamás es el amor y la abnegación que se recibieron en los años primeros del hogar.

Aquel muchacho había crecido y se marchó muy lejos de casa a trabajar. La vida le dio muchas vueltas, y unas veces se portaba bien y otras veces no tan bien… Habían pasado muchos años cuando le llegó noticia de la gravedad de la madre. Hizo el viaje y llegó hasta el lecho de la madre enferma, a la cual le pregunta el médico: Sufre mucho, ¿verdad? Y la madre aquella, feliz: ¡Oh, no! Ahora ya no sufro. Ahora ya está él aquí… El hijo se desató en lágrimas…

Cuando tratamos este tema de la formación de los hijos no sabemos por dónde comenzar ni por dónde acabar. Una cosa comprobamos siempre: que el tema interesa mucho. Y lo más importante es lo que hoy hemos dicho. Sin habernos metido en ninguna norma de pedagogía, hemos ido sin pensarlo a la raíz: convicción, ilusión, amor.

En realidad, esto es lo importante y lo que más necesitamos los formadores de esos hijos que Dios pone en nuestras manos.

Hemos empezado con la palabra de Jesucristo en el Evangelio, y por ella vemos que en esto de la formación y educación del niño y del joven no se trata solamente de un asunto familiar y social, sino sobrenatural y divino.  Si Dios está tan interesado, por algo será…, pues Dios no toma las cosas en broma.   Como tampoco la queremos tomar a broma nosotros, sino con toda la seriedad que se merece. Le hacemos caso a Jesucristo, que nos impone el deber y nos indica la norma…

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