Los derroches de un Banquete

29. enero 2025 | Por | Categoria: Gracia

Santa Catalina de Siena, apóstol ardiente y Doctora de la Iglesia, oye una vez a Jesús, que le dice: El alma, cuando recibe la Comunión, está en mí y yo en ella. Así como un pez está en el mar, y el mar en el pez, así estoy yo en el alma y el alma en mí. Catalina se entusiasma. Medita. Se vuelve loca por recibir a Jesús en la Eucaristía, y le pide a gritos al sacerdote: ¡Padre, tengo hambre! ¡Por amor de Dios, dele de comer a mi alma!…

El hambre de las almas está más extendida de lo que nosotros pensamos. Es cierto que el mundo se está alejando de Dios en muchas partes. Pero también es cierto que son innumerables las almas hambrientas de Dios y de su Cristo.
Y el Dios providente, Padre que nos ama, ha dispuesto la mesa en la cual se sirve el banquete más espléndido. Dios se nos ha dado al mundo en Jesucristo, y ahora Jesucristo, en quien reside toda la plenitud de la Divinidad, se nos da en el Sacramento, que nos llena de toda la vida de Dios.

Al hablar de la Eucaristía como banquete de Dios, el pensamiento se nos va a esos banquetes que en una parte y otra nos describe la Biblia, por ejemplo, al más fastuoso de todos, al de Asuero tal como lo leemos en el libro de Esther. Las costumbres de aquel entonces en las cortes reales de Oriente eran así, y nada nos debe extrañar de este lujo escandaloso.

Reunidos todos los grandes de Persia y de todo el reino, y acomodados en salones resplandecientes de oro y plata, cuajados de piedras preciosas, entre lámparas, tapices y cortinajes, sobre un pavimento de mármoles, y con jardines deliciosos alrededor…,  el banquete y la fiesta se prolongaron durante ciento ochenta días, después de los cuales siguió otro banquete semejante para todo el pueblo de la capital, Susa, y en el cual no faltó nadie, ni chico ni grande. Todos se hartaban de los suculentos manjares preparados y  bebían los vinos más exquisitos, servidos en copas de oro y plata… Todo, porque Asuero quería demostrar a todos las riquezas inmensas de su reino… Hasta aquí, la Biblia.

Y de la Biblia de las imágenes que preparan el plan definitivo de Dios, pasamos ahora a la realidad del Pueblo de Dios, que es la Iglesia.
Viene el Rey de reyes, Jesucristo, que conoce las costumbres de los pueblos orientales, y prepara también un banquete mucho más espléndido que el de Asuero, aunque lo va a rodear de una humildad desconcertante.

Jesús escoge para instituirlo, eso sí, una sala acomodada y lujosa. En torno a la mesa no tiene más que doce comensales, pescadores del lago y campesinos de Galilea. No va a servir más que pan y vino, sobre los cuales dice: Tomad, comed, porque esto es mi cuerpo… Tomad, bebed todos, porque ésta es mi sangre.

Extiende el Señor su mirada aguda y penetrante en la profundidad de los siglos, y, viendo a millones y millones que van a acudir con hambre, les dice a aquellos doce primeros invitados: Haced vosotros esto mismo que yo he hecho como memorial mío.

Los ciento ochenta días del banquete de Asuero se convierten para Jesucristo en miles de años.
Los jardines y salones del palacio real de Persia son ahora para la Iglesia miles y miles de templos, bellos unos, pobres y humildes otros, pero todos ellos rebosantes de las mayores riquezas de Dios.
Este Pan y este Vino que a todos se ofrece son más sabrosos que los manjares más exquisitos preparados por los hombres.

En definitiva, que en la Eucaristía tenemos el banquete de Dios, en el cual comemos a Cristo, recordamos los comensales con aire de fiesta la Pascua que nos salvó, el alma se nos llena de gracia, y saboreamos ya en fe y esperanza el convite eterno de la gloria futura…

La Eucaristía es la cima y el centro de toda la vida de la Iglesia. Al celebrarla, los hijos de la Iglesia saciamos el hambre que tenemos de Dios. Y vigorizados con el nutritivo alimento que Dios nos da, salimos después gozosos a cumplir con todos nuestros deberes cristianos.
Estos deberes son nuestra cruz de cada día, pero la llevamos con fe, con alegría, con amor. Nuestro viernes santo, como el de la pasión de Jesús, acaba en una Pascua radiante, Pascua que ya no tendrá fin.

En este banquete de la Comunión vemos cómo Jesucristo no es sólo un anfitrión que se contente con dar y servir alimentos sabrosos y nutritivos, pues esto sería muy poco para su generosidad. El alimento que nos da es Él mismo, en toda la realidad de su Persona. Se nos da para transformarnos del todo en la vida de Dios, para asumir y hacer suyo nuestro corazón, para darnos su propio Corazón y hacerlo nuestro.
Así se lo expresó el mismo Jesucristo a una confidente suya, Santa Matilde, que, acababa de comulgar, y ve cómo Jesús le saca del pecho el corazón, lo derrite, derrama el líquido misterioso en su Corazón divino, y le dice:
– De este modo quiero yo que todos los corazones se hagan uno con el mío.

Convertidos en Cristo cuando comulgamos, ¿qué hambre vamos a tener ya en adelante?… Sí, se nos irá acrecentando el hambre de Dios, un hambre que se sacia sólo con más y más Comuniones, tantas cuantas se pueden recibir.

San Leonardo de Porto Mauricio solía decir: ¡Si comprendiéramos la grandeza del tesoro que encierra la Misa en la cual comulgamos! Las iglesias estarían siempre rebosando de fieles. ¡Feliz el que participa de la Misa todos los días y recibe la Comunión!
Nosotros lo sabemos, y le damos a Jesucristo la alegría de sentarnos cuanto podemos en la mesa de su banquete real. ¡Qué suerte el tener hambre teniendo siempre qué comer!…

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