¡Conquista la vida eterna!…

13. marzo 2025 | Por | Categoria: Oración

Es conocido el hecho de aquel rey francés de hace ya varios siglos, que se nos contaba de niños, pero que de mayores lo entendemos mejor. Tenía que educar a su hijo, heredero un día del trono, y al llegar el cumpleaños del muchachito le quiere hacer un regalo delante de los notables de la corte. Ha preparado en una sala del palacio la mesa con dos presentes muy dispares: una corona de oro esmaltada de piedras preciosas y una ruda espada de hierro forjado. -Hijo mío, quiero que escojas una sola de las dos cosas. ¿Qué quieres para tu vida? ¿La espada o la corona?
Y el avispado príncipe, con orgullo y decisión: -No quiero la corona, sino la espada. Con la espada, me conquistaré yo mismo la corona.

He aquí, plasmada en una anécdota simpática, la exhortación vigorosa de Pablo a su discípulo Timoteo y a cada uno de nosotros: ¡Conquista la vida eterna, a la cual estás llamado! (1Timoteo. 6,12)
Ya se ve, que un grito tan apremiante lo sabe aceptar sólo una persona generosa y valiente.
Ante los inevitables problemas de la vida, las personas nos dividimos en dos categorías: las que miran todo con ojos de fe y las que no atinan a levantar de la tierra su mirada.

Unas, no se rinden por nada. Confiadas en la promesa de Dios, se van repitiendo como Pablo: Pienso que los sufrimientos actuales no merecen la pena de compararse con la gloria que un día se nos va a revelar (Rom. 8,18), porque Dios, y sólo Dios va a ser mi gran premio.

Las otras, privadas de esperanza, se echan encima un peso que no pueden soportar. Merecen nuestra compasión, nuestra ayuda, la comunicación de nuestras ilusiones, y les bromeamos con cara risueña, para que nos entiendan bien: ¿Una cucaracha que corre por el suelo le da miedo a usted? Dele un pisotón y verá cómo no le molesta más… En vez de ese animalejo miserable, mire al cielo y verá cómo vuelan y cantan los pájaros, libres sin que nadie los atrape…
Porque esta es la realidad nuestra. La esperanza nos da libertad; la libertad, alegría; la alegría, ilusión; la ilusión, valor para arremeter contra todo obstáculo que se opone a la conquista de una vida en la que tenemos fe inquebrantable.

Ante la actitud de los Papas modernos, que elevan cada día más Santos y Santas a los altares, y cuando Juan Pablo II acababa de beatificar al querido Papa Juan XXIII, un escritor abordaba a un distinguido sacerdote en la propia Plaza del Vaticano: -¿A qué viene ese proclamar tantos Santos y Santas en nuestros días, como si no hubiera ya bastantes en el calendario?
Y el Monseñor aquel, con cara feliz, respondía atinadamente:
– Precisamente por eso, porque hoy, ante un mundo que pierde la fe y se desespera, necesitamos hombres y mujeres, arrancados de nuestra propia sociedad, que nos digan en voz alta, como el querido Papa Juan: “Miren la Luna, cómo nos mira… Y vayan a su casa, y al llegar, les dan un beso a los niños y les dicen: Este es el beso del Papa”.

Estas palabras eran atinadas de verdad. El Papa las dijo en una ocasión memorable y las aplaudió frenéticamente todo el mundo.
Hay que mirar el cielo azul, como destino nuestro final.
Hay que mirar las cosas bellas de la vida, como los niños encantadores, que alegran nuestra existencia.

Y hay que valorar los sacrificios de cada día.
Porque nunca dice tanto el cielo en la noche callada como cuando la jornada ha sido agotadora de verdad. ¿Qué queda de la fatiga del día cuando se disfruta del descanso de la noche?… ¿Y qué significan los cuidados del hogar, ante las risas bulliciosas y los besos de los niños?…

No podemos desligar nuestra vida de la esperanza en la eternidad que nos espera. Son muchos ciertamente, aun dentro de nuestro entorno cristiano, los que no quieren oír palabras como Cielo, gloria, eternidad feliz, vida futura y tantas más que han tenido siempre carta de ciudadanía en el lenguaje cristiano.
Queramos que no, la proclamación constante del comunismo, de que el cielo y el infierno están en este mundo sin esperar otro en el más allá, ha causado un mal lamentable en muchas conciencias.

¿Cómo queremos que viva el que gime impotente bajo el peso del dolor y la injusticia, si no tiene esperanza en un Dios que le promete ser el vindicador del mal y el premiador del bien?
¿Cómo queremos que luche contra la indiferencia religiosa, y confiese abiertamente su fe, el que se ve sumergido en un mundo de placer y bienestar, que no necesita para nada una vida futura más feliz?
Sin acudir a esos casos extremos de desesperación o de incredulidad, ¿cómo queremos que cumpla gozoso cada día su deber quien ve que se le escapa la vida de entre las manos, sin la perspectiva de una existencia mejor cuando le toque pasar la frontera?…

La esperanza es un gran don de Dios, esperanza que no engaña, porque, al darnos el Espíritu Santo, Dios ha derramado su amor en nuestros corazones, nos dice San Pablo (Romanos 5,5)
Sin esperanza no se puede vivir.
Sin la ilusión que da el ganar la medalla de oro, no hay atleta que se entrene cara a unas Olimpíadas.
Sin la ilusión de una victoria, nadie tiene ganas de luchar en la vida. Como no la hubiera tenido el jovencito príncipe para escoger la espada si la corona no hubiera estado bien a la vista…

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