Cuadros de copia muy caros

10. marzo 2025 | Por | Categoria: Jesucristo

¿Qué pensamos de Jesucristo cuando leemos su vida? ¿Qué nos dicen los Evangelios? ¿Nos cuentan sólo una historia bella? ¿Hay algo de Jesucristo que pase a ser vida de nuestra vida, o se nos queda todo en admiración de nuestro adorado Salvador?

Son éstas unas preguntas que responden al ideal de la imitación de Cristo. Dios envió su Hijo al mundo para redimirlo del pecado, sacándolo de las garras de Satanás, y conducirlo a la vida eterna. Esto es muy cierto. Pero, al mismo tiempo, lo mandaba al mundo para que nosotros, viendo al Hombre Nuevo —el nuevo Adán— tuviéramos el tipo ideal para ser también una nueva creación, de que nos habla Pablo, hecha por Dios en santidad y justicia, en todo conformes con la imagen de Nuestro Señor Jesucristo.

Margarita María es una santa muy conocida, por haber sido el alma privilegiada que Jesús se escogió para hacernos ver en nuestros tiempos las riquezas de su Corazón. Pues, bien; Margarita María entraba de muchacha en el convento con muchas ilusiones. Y le pregunta a su Superiora:
– Madre, ¿cómo debo comportarme en la oración, para ser santa?
Y la Superiora, mujer de mucha experiencia en los caminos de Dios:
– Ponga su alma ante nuestro Señor como un lienzo blanco sin pintar, y dígale que se digne pintar Él mismo en usted su propia imagen, rasgos por rasgo.

Yo no sé si hallaremos una norma tan precisa y preciosa como ésta para leer y meditar el Evangelio. Con ella, la consideración sobre Jesucristo no puede ser fría, teórica, y quedarse sólo en palabras bonitas.
Con esa norma, no se puede menos que llegar a ser santos y santas de mucha altura, pues Jesucristo, al imprimirse en el lienzo del alma con verdadera precisión, hará del cristiano una copia fiel y exacta, pasmo del mismo Cielo…

Eso de la imitación de Jesucristo no es una invención nuestra, sino que está fuertemente arraigado en la misma Palabra de Dios. Valga por todos los ejemplos el de Pablo, que se atreve a escribir audazmente a los de Corinto: Sed mis imitadores, como yo lo soy de Cristo (1Corintios 4,16 y 11,1). Imitar a Pablo no es salir a Pablo, sino a Jesucristo a quien él copia en toda su vida. Pablo tiene muy poca originalidad en lo que él hace, pues toda su labor se reduce a hacer lo que hacía Jesucristo y a ser lo que Jesucristo era.

Dentro de la Iglesia, esto lo hemos hecho siempre. Cuando miramos los Santos y Santas glorificados y propuestos por la Iglesia para nuestra imitación, en realidad no se trata sino de imitar a Jesucristo, a quien vemos reflejado maravillosamente en ese Santo o esa Santa que admiramos.

Si queremos encontrar la fuente de donde mana el deseo de ser como Jesucristo, pronto nos apercibimos de que todo radica en el amor. Porque el amor es terriblemente seductor. Cuando se ama a una persona, lo primero que suscita es un gran deseo de ser como ella. Y sin notarlo, sin darse cuenta, como por instinto casi, se imita su manera de hablar, sus gestos más peculiares, su modo de andar incluso.
Refiriendo esto a Jesucristo, pasa exactamente igual. Pero de una manera muy superior.

Vamos a poner sólo un ejemplo del Evangelio, pero tremendamente aleccionador. ¿Cómo es que hay tantos hijos e hijas de la Iglesia que aceptan el no casarse y prefieren permanecer en la virginidad o celibato, a pesar de la casi irresistible tendencia a la donación plena del matrimonio? Desde luego, que es gracia de Dios, como dice el mismo Jesús: Esto es sólo para aquéllos a quienes les es dado (Mateo 19,11). Cierto. Pero, ¿cómo descubren los elegidos esa su vocación difícil? Muy sencillo: no tienen otra razón sino ésta: es lo que hizo Jesús.
De un modo tan sencillo —diciéndose: es lo que hizo Jesús— se llega con naturalidad hasta el martirio, para morir igual que murió Jesús en la cruz.

En la gran persecución de la Indochina en 1883 contra la Iglesia, son apresados veinticinco cristianos, encarcelados y sentenciados a muerte. Se les permite visitar la capilla para rezar en ella por última vez, y el líder de aquel grupo pide a los verdugos:
– ¿Puedo tomar la imagen del Salvador que está sobre el altar para llevarla al lugar de la ejecución?
– ¿Eso es todo?
– Sí; no queremos más. Porque, mirándola, sabremos morir como verdaderos discípulos suyos.
Se lo concedieron. La plantan en el lugar del suplicio, y, con la mirada fija en ella, van cayendo uno tras otro aquellos discípulos del Crucificado.

Esta es la norma suprema que nos guía a nosotros cuando leemos la vida de Jesús en los Evangelio. Porque Jesús puede decirnos en cada uno de los pasajes de esos cuatro libros maravillosos e inefables de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, lo que dijo cuando el lavatorio de los pies:
– ¿Habéis visto lo que yo he hecho? Pues, haced vosotros lo mismo.
Cuando leemos así los Evangelios, tenemos también a nuestro lado una figura amable y cariñosa de mujer, que nos va susurrando al oído, ante cada palabra de Jesús, como a los de Caná: -Haced lo que él os diga.

Así, poco a poco, sin estridencias, sin llamar la atención, sin darnos cuenta nosotros mismos, vamos saliendo unas copias perfectas del Modelo que Dios ofrece al mundo, en la oración, en el trabajo, en todo.

Si le dejamos a Jesucristo pintar su imagen en el lienzo de nuestras almas, seremos cuadros de un artista muy cotizados. ¡Vayan a saber lo que pagarían por nosotros en pública subasta! Muy poco en el mundo, si no saben valorar. Pero en la exposición de allá arriba, veremos a cuántos millones suben…

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