Dos hindúes nos acusan
5. febrero 2010 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: ReflexionesAnte el hecho de que el Primer Mundo, el rico, el industrializado, el del bienestar, se está secularizando y descristianizando cada vez más, nosotros, los católicos de nuestras tierras latinoamericanas, nos ponemos a reflexionar seriamente y discurrimos sobre el modo de evitar que se nos contagie el mal proveniente de esos países que nos prestan ciertas ayudas, no muy generosas y sí muy interesadas.
¿Descristianizarnos? ¡Eso, sí que no! ¿Imponernos hasta nuevas formas de religión? ¡No lo aceptamos!… Si por obedecer consignas anticristianas aceptamos todo lo que se nos quiere imponer, nos exponemos a renegar de Dios. Y entonces Dios podría permitir en su Providencia que se nos escapara el Reino y pasase a otras gentes que darían más fruto.
He leído en una revista lo que un sacerdote escribe desde Estados Unidos sobre una muchacha vietnamita. Me ha hecho pensar mucho, esta es la verdad, y quiero leerlo, por la enseñanza que nos imparte a esta nuestro propósito.
Después de mil aventuras, aquella jovencita de Vietnam había llegado por fin con toda su familia a Estados Unidos, huyendo del terror comunista. La mirada dulce de sus ojos de almendra, así como la sonrisa de sus labios, cautivaban a cualquiera. Pero su cuerpo menudito, víctima de la poliomielitis, se pasaba el día en la silla de ruedas y no se podía mantener en pie sino agarrando con vigor las dos muletas, sus compañeras inseparables. La encontré por vez primera con sus amigos y amigas del coro, después del ensayo de cantos, pues era una asidua participante en todos los actos del culto. Señalando la silla de ruedas y las muletas, le pregunté con el cariño que ella se merecía:
– ¿Qué es esto?
Y rápida, sin pensárselo siquiera, me responde con sonrisa y dulzura de ángel:
– ¡Es mi cruz!
Yo hube de apretarme el corazón para no emocionarme demasiado, al adivinar, en esas tres palabras monosilábicas, el espíritu que viven las jóvenes cristiandades de las tierras de misión.
Para esa jovencita santa, lo que menos importa es su propia enfermedad. Lo que cuenta es llevar con gallardía y elegancia la cruz con que Cristo sigue salvando al mundo.
Hasta aquí, la relación del sacerdote, con su oportuna y acertada observación, sobre la generosidad de la muchacha para seguir a Cristo cargado con la cruz. Todos nosotros estamos acordes con este comentario de un hecho tan aleccionador.
Pero ahora, nosotros podemos llevar la consideración por otros derroteros. Y nos podemos preguntar: ¿Cómo es posible haber llegado a lo más profundo y difícil del Evangelio, a la alegría de la Cruz, en esos países que acaban, prácticamente, de recibir el anuncio de la Fe? ¿Cómo, en tan poco tiempo, han conseguido una madurez espiritual que a nosotros nos asombra? ¿Con qué vigor está subiendo la Iglesia en esos países tan esperanzadores?…
Digamos, antes que nada, que es imposible imaginarse esa vida cristiana sin la gracia abundante de Dios. Dios es el primero con el que hay que contar cuando contemplamos esas maravillas. Pero, además, nos damos cuenta de que esos hermanos nuestros, que nos asombran por la robustez de su fe, no se están yendo por las ramas, sino que van derechos hacia las metas más exigentes del Evangelio. Los orígenes de la Iglesia en su tierra están regados con abundante sangre de mártires, y los cristianos de hoy quieren ser dignos de sus heroicos antecesores en la Fe.
Esto nos lleva a nosotros a un reexamen de nuestra vida cristiana. La persecución es para nuestros hermanos un estímulo fuerte para mantenerse firmes. Nuestra situación es diferente. Sin enemigos externos por una parte, y gozando, además, de una vida quizá muy cómoda, nos podemos ir materializando. Entonces, Dios no nos va a interesar. Jesucristo, con su cruz, nos puede gustar cada día menos. De ahí vendría lo que nos tememos con toda razón, a saber: que se puede extender a nuestras tierras latinoamericanas esa desgracia que se está echando sobre muchas naciones del Primer Mundo, las cuales se van paganizando cada vez más.
Esta acusación nos la lanzaron hace ya muchos años dos hindúes clarividentes. Uno, premio Nobel y escritor exquisito, decía, dirigiéndose a Europa:
– Si vosotros, cristianos, vivieseis como Cristo, la India entera se rendiría a vuestros pies.
Y en oración al Señor de los cristianos, exclamaba:
– Maestro Jesús, no hay lugar para ti en Europa. Ven, y sienta plaza entre nosotros, en Asia, en el país de Buda. Nuestros corazones están hundidos en la tristeza, y tu venida los alegrará.
Del otro profeta, padre de la independencia de la India, es la frase famosa:
– Me gusta Cristo, pero no me gustan los cristianos.
Aceptamos humildes la acusación de Tagore y Gandhi.
¿Para desanimarnos? ¡No! Sino para estar alerta, y decirle a Jesucristo que, como nuestros mejores hermanos de aquellas Iglesias jóvenes, nosotros, pueblos de América Latina, queremos seguirle hasta dondequiera que Él vaya y nos llame…