Uno. ¡Uno solo!…

30. enero 2020 | Por | Categoria: Iglesia

Entre los muchos cantos preciosos que entonamos en nuestras celebraciones, pocos ganarán en belleza, profundidad y en sentido bíblico a ese tan repetido: – Un solo Señor, una sola fe, un solo Bautismo, un solo Dios y Padre.
Esto es la Iglesia. El reflejo más fiel de la unidad de Dios, que ha querido hacernos también una sola cosa por Jesucristo. Al proclamar Jesús su divinidad a los judíos, les decía :
– Yo y el Padre somos uno.
Y a los apóstoles:
– Quien me ve a mí, ve al Padre.

Y ahora, quien ve la Iglesia en el mundo, ha de confesar también que, por la mediación de Cristo, somos uno sólo con el mismo Dios.

* Somos un solo cuerpo con Cristo, el llamado Cuerpo Místico, misterioso pero real, formado por Jesús como Cabeza y por todos nosotros como sus miembros.

* Este Cuerpo tiene una sola alma que lo informa y le da la vida: es el Espíritu Santo, el Espíritu del Señor Jesús, que, derramado sobre los Apóstoles en Pentecostés, reunidos en torno a María, da comienzo a la Iglesia, nacida del costado de Cristo muerto en la cruz.

* En la Iglesia no hay más que un solo Señor, Jesucristo, y ninguno más. Los demás, los Pastores que nos gobiernan, no son más que delegados suyos en el mando. No nos ordenan en nombre propio, sino en el nombre del Señor Jesús, al cual se someten ellos los primeros de todos.

* Y todos en la Iglesia no tenemos más que una sola fe, la Verdad revelada por Dios, sin mutilaciones que la pervierten ni añadiduras que la desvirtúan.

Todos somos sumergidos en un solo Bautismo, el de Jesús. No vale ya ni el de Juan el Bautista ni el que pudieran haberse inventado los de Corinto, que hacían enojar a Pablo:
– ¿Acaso habéis sido bautizados en el nombre de Pablo, de Pedro o de Apolo, o qué?…  ¡No hay más Bautismo que el de Jesucristo!

* Hechos por el Bautismo un solo Cuerpo con Cristo, no tenemos todos más que un solo Dios y un solo Padre, al que San Pablo bendice cuando escribe con emoción:
– ¡Bendito sea Dios, y Padre de nuestro Señor Jesucristo!
Ahora en la vida es el único Dios a quien adoramos, el único Dios a quien amamos con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. En la eternidad será el Dios todo en todas las cosas.

* Y todos en la Iglesia perseguimos un solo objetivo, esperanza de nuestra vocación, que es el encuentro definitivo con el Señor Jesús, porque vamos hacia Él de manera irresistible e imparable. Por eso le lanzamos ese grito final del Apocalipsis: – ¡Ven, Señor Jesús!
Y al gritarle de este modo —sobre todo cuando se nos hace presente en el Altar por la Eucaristía—, soñamos en estar siempre con el Señor en su gloria.

Nadie, al oírnos hablar así, dirá que nos dejamos llevar de entusiasmos y sentimentalismos inútiles y hasta perjudiciales. Esto es lo más legítimo que aprendemos en los escritos de los Apóstoles. Tacharnos de sentimentalistas cuando así expresamos nuestro amor a Jesucristo sería como condenar a Pablo, el hombre más formidable que ha tenido la Iglesia, y que escribía a los de Filipos: Para mí, el morir me resulta la mayor ganancia…  No sueño sino en ser liberado de este cuerpo mortal para estar con Cristo.
Nosotros, al seguir de este modo la estrella de nuestra vocación cristiana, ponemos en Jesucristo todas nuestras ilusiones, nos acordamos siempre de Él, suspiramos por Él siempre.

Pero Jesús, a su vez, no se olvida de nosotros por nada. Somos la niña de sus ojos, pues cada uno de nosotros es una fibra muy sensible de su corazón.

En las duras misiones católicas del Norte del Canadá, cuando estaban en sus principios, cada misionero tenía que atender un territorio vastísimo en aquellos hielos polares. Un día avisan al Obispo que un catecúmeno está muy grave y pide el Bautismo. Impedido el Obispo, manda al jefe de la tribu, que ya era cristiano y sabía hacerlo, que vaya y lo bautice. El esquimal engancha el trineo, llega hasta el moribundo, cumple a cabalidad el encargo, y se vuelve a la Misión muy satisfecho. Así, que saluda al Obispo:
– Monseñor, ya lo he bautizado, y le he puesto un nombre muy bonito.
– ¿Y cómo le has llamado?
– ¡Jesucristo!.
Monseñor reprime una sonrisa. Aunque le advierte:
– ¡Precioso el nombre! No podías escoger otro más bello. Pero, otra vez no lo hagas. Podías haberlo llamado Jesús, pero Jesucristo es exclusivo del Señor, del Ungido de Dios.
El esquimal no se da por vencido, y cierra la cuestión:
– Monseñor, yo sé por qué lo he hecho. Ha sido para que Jesucristo se acuerde más de él.

¡Bien, por el simpático esquimal! Pero, no hacía ninguna falta. El bautizado es parte de Cristo, es miembro suyo, y no lo aparta un momento de su mente ni se le enfría por nada en el corazón. Cada vez más convencidos, vamos repitiendo entusiastas: ¡Un solo Señor, una sola fe, un solo Bautismo, un solo Dios y Padre.

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