Cristo, hallado en María

15. marzo 2021 | Por | Categoria: Maria

Al querer hablar hoy de la Virgen María voy a acudir a la poesía y a la leyenda, y no precisamente a la Biblia y a la Teología. Aunque la leyenda y la poesía nos van a dar una magnífica lección de Teología y de Biblia. ¿Verdad que a todos nos gustan mucho los cuentos bonitos?… ¡Claro que sí! Porque, aparte de bonitos, entrañan siempre verdades muy grandes y profundas. Como el que vamos a recordar ahora, descrito deliciosamente por un poeta de mucha altura (Verdaguer)

Aquel hombre había sido un bandido de marca, pero se arrepintió de su vida, se fue a morar en el desierto, y allí se entregó a penitencias muy duras y a oraciones interminables. Con Jesús siempre en el alma, era feliz, feliz… Pero un día sintió que el mundo se le venía abajo. Había perdido el gusto por todo lo que antes le encantaba, y ahora se preguntaba aburrido y hastiado:
– ¿Qué estoy haciendo yo aquí con esta vida tan tonta, tan dura, tan sin sentido?…
Jesús ya no le decía nada. Aunque Jesús, secretamente, y sin que el pobre solitario se diese cuenta, seguía siendo el imán de todo su ser. Y comenzó a buscarlo por los caminos áridos y pedregosos de la estepa:
– ¡Jesús! ¡Jesús!…
Nada. Jesús no aparecía por ninguna parte. Llegó a un oasis de árboles frondosos, con una fuente abundosa en medio:
– ¡Jesús, Jesús!… ¿Estás por aquí?…
Ninguna respuesta. Los pájaros del cielo volaban, pero no respondían…
Siguió impaciente su camino, hasta que dio en una ermita de la Virgen.
La celestial Señora aparecía bondadosa en su imagen. Imagen que se animó de repente, hasta llegar la Virgen a tomar un pergamino, en el cual empezó a escribir, ante los ojos atónitos del monje, estas palabras bellísimas:

Quien busca el buen grano,
lo encuentra en la espiga.
Quien busca oro fino,
lo encuentra en la mina.
Quien busca a Jesús,
¡lo encuentra en María!.

Ni que decir tiene que el buen solitario ya no hizo más caso de las voces del diablo, que siguió felicísimo con Jesús, y que, desde este momento, la Virgen era su gran amiga y su mejor confidente.

Dejándonos ya de la leyenda bonita, vayamos a la realidad que encierra. Cristianos católicos, nosotros no prescindimos de la Madre de Jesucristo para hallar al Redentor. Dios nos lo dio por María, y la ley persiste, mientras Dios mismo no la abrogue.
El Hijo de Dios, hecho hombre, vino al mundo por María, de la cual nació Jesús, nos dice Mateo nada más comenzar su Evangelio (1,16). Y a estas horas, María sigue en su misma función de darnos a Jesús, haciéndolo nacer, crecer y desarrollarse plenamente en cada uno de los elegidos. Entre Jesucristo y nosotros, María es la mayor Mediadora que existe. Crecer en el amor a María es crecer en el amor a Jesucristo, porque Ella nos llevará indefectiblemente a Jesús y a nadie más que a Jesús.

Dios puede hacer las cosas de muchas maneras. Nadie le obliga a sujetarse a un sistema. Pero Él, libremente, se pone sus mismas reglas de juego. Y para darnos a Jesús se sirvió de María, la cual, humilde esclava del Señor, será hasta el final del mundo la que siga formando a Cristo en nosotros. Por eso vemos que nadie acude a la Virgen sin sentir, con su beso de Madre, un revivir en sí la gracia y el amor de Jesucristo.

La salvación está en Jesucristo, que es el Medidor entre Dios y nosotros. Esa es una verdad que jamás pondremos en discusión.
Pero nadie le impide a Jesucristo el confiarnos a su Madre. Puede Él decirle a Ella:
– Ahí tienes a tus hijos. Enciérralos en tu Corazón. Ayúdame a salvarlos.

Y nadie nos impide a nosotros, que hemos oído cómo Jesús moribundo nos confía a su Madre, decirle a María con aquel canto tan sentido:
– Como en un puerto de salvación, guárdenos, Madre, tu Corazón.

En la Iglesia tenemos experiencias continuas de esta solicitud de María por llevarnos a Jesús y por alcanzar la salvación hasta a los pecadores más endurecidos, si es que un día se resolvieron a invocar a María. Lourdes y Fátima, modernamente, nos dicen esta verdad mejor que la fantasía del poeta, a pesar de ser tan bella y tan certera.

La Iglesia, con experiencia de siglos, ha tenido siempre el mismo pensar y sentir. En la Iglesia Católica no mataremos nunca el amor y devoción a María, pues cegaríamos voluntariamente el conducto más abundante de la gracia. Siempre con María, siempre vamos creciendo en la vida del Señor Jesús.

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