Tengo un alma inmortal
20. junio 2024 | Por Padre Pedro Garcia | Categoria: OraciónAunque ha pasado de moda eso de negar la existencia del alma inmortal, siempre hay alguno que desafina y presume todavía de incrédulo, por más que al fin acaba por hacer un papel triste, al ponerse contra todos, que no son tontos ni mucho menos…
Todos nosotros, desde luego, nos colocamos voluntariamente en el sector de los creyentes y confesamos de nosotros mismos que tenemos un alma inmortal, que la sentimos dentro de nosotros, que la consideramos destinada a una vida futura inacabable, en una palabra, que la pensamos eterna en el seno de Dios. Así lo creemos, así lo decimos, y sabemos que no nos equivocamos.
Nadie nos puede quitar de nuestra conciencia la idea de que existe algo dentro de nosotros superior a este cuerpo, que se desmorona con el tiempo. No vemos ese algo, pero lo sentimos. Estamos plenamente convencidos de ello. Negarlo, es ir contra el sentido común de toda la Humanidad.
En un Hospital de Estados Unidos, donde trabajaba como enfermera una Hermana de la Caridad, cierto Doctor se tomó la libertad y tuvo el mal gusto de reírse de la fe católica sobre la inmortalidad del alma.
Extraño, porque en Estados Unidos son seriamente respetuosos con las creencias religiosas de los demás. Pero, en este caso, el Doctor dijo a la monjita:
– Hermana, usted me conoce bien. Soy neurólogo, he hecho muchas operaciones, incluso en el cerebro, y nunca he visto un alma. ¿Puede decirme qué forma tiene, de qué color es?…
Y la Hermana, sin inmutarse:
– Venga conmigo, que algo le puedo decir.
Y sin más, lo lleva como corderito inocente al depósito de cadáveres.
– Mire, yo no le puedo decir cómo es un alma. Sí que le puedo decir que todos estos cuerpos están sin alma. Vea qué puede hacer usted con ellos.
Y el Doctor, que era descreído, pero no tonto, se calló como uno de aquellos cuerpos que contemplaban sus ojos… (Contado al autor P.G. Cmf, por una Hermana conocedora directa del hecho)
Una vez más, la fe sencilla y el sentido común triunfaban sobre la incredulidad absurda.
Porque la inmortalidad del alma solamente la niegan los que tienen interés en que no exista otra vida. Pero esos tales nunca sabrán dar respuesta a este verso desafiante del poeta:
– Necio, ¿es la tierra el centro de las almas?… (Leonardo de Argensola)
La verdad acerca de nuestra alma inmortal es tan importante como la verdad del mismo Dios. Todo lo que Dios nos ha revelado parte del presupuesto de que el alma es verdaderamente inmortal. Si el alma no es inmortal, ¿a qué viene que Dios mande su Hijo al mundo para salvar algo que después ha de dejar de existir? Si el alma no es inmortal, ¿a qué viene el que Jesucristo muera de ese modo por algo de tan poco valor? Si el alma no es inmortal, ¿para qué se construye el Espíritu Santo una morada en el hombre, si esa morada se va a derrumbar un día?…
Una verdad como ésta la han vivido, intensamente convencidos, los mayores hombres de la Iglesia. Han sido conscientes de que un alma vale más que todo, más que el universo material entero.
Por ejemplo, un San Juan Bosco, que se acomoda y hace suyas estas palabras de la Biblia, dirigidas a Dios: ¡Dame almas! Con lo que venía a decir a Dios:
– Lo demás te lo puedes quedar, que no lo necesito. Lo demás, dáselo a quienes lo deseen, que estarán contentos. A mí, solamente me interesa el salvar eso que vale tanto: ¡las almas! ¡las almas!, que quiero muchas, que las quiero todas, para que ninguna se pierda, para llevarlas todas a ti…
Otro ejemplo, un San Bernardo, que le escribe al Papa, antiguo discípulo suyo, y le da esta advertencia:
– Acuérdate que en el negocio de tu alma, el primer prójimo tuyo es el hijo de tu madre.
Que era como decirle:
– La Iglesia vale mucho, el mundo vale mucho, los demás valen mucho…, pero tu alma es lo primero, ¡no la pierdas!…
Un ejemplo más, que se hizo famoso, el de aquel muchachito de la China. Se desata una fiera persecución contra los cristianos. Y el mandarín quiere hacer apostatar al chico. Le promete lo que quiera. Le ofrece allí mismo una valiosísima barra de oro:
– ¿La quieres? Es tuya, si dejas esa religión.
Y el muchacho, que con la fe cristiana ha aprendido a valorar las cosas:
– Sí; con tal que me des algo con que comprar otra alma…
¡El alma!… No la veo, pero la siento en mí como al pájaro en la enramada.
¡El alma!… Ella misma, sin verla ni oírla, me dice que yo soy más que un ser inerte o que un irracional.
¡El alma!… Mi cuerpo deleznable la guarda celosamente, como la concha a la perla, hasta que la suelte para engastarla en el collar de Dios.
¡El alma!… Los neurólogos, los sicólogos, los científicos más afamados me podrán decir de ella muchas cosas, serias, ciertas, más o menos atinadas. Pero nunca me dirán lo que de ella me dice mi fe: que por mi alma, precisamente, yo tengo un destino inmortal.