¡Y le hacemos pasar frío!

25. julio 2024 | Por | Categoria: Oración

Una vez más que comenzamos nosotros nuestro mensaje con la misma palabra con que comienza el Evangelio de Jesús: la Conversión. Esa palabra maravillosa, que nos enseña lo que hace de nosotros el volvernos al Señor. Nos hace nuevos Cristos, porque al dejar atrás nuestra condición puramente humana, la heredada de Adán el pecador, nos reviste y nos da la naturaleza del Hijo de Dios, que se ha hecho hombre para darnos su condición divina.

Si la palabra Conversión tiene un sonido al parecer algo fuerte, es en realidad una gracia de Dios extraordinaria. Si Jesús nos dice muy negativamente en apariencia: Si no se convierten, todos se van a perder, en realidad nos está diciendo muy positivamente: Convertidos, y todos os vais a salvar (Lucas 13,5)  

Se me ha ocurrido esto al leer, una vez más, una de las poesías más bellas que tenemos en nuestra lengua: el soneto con que Lope de Vega se lamenta del poco amor que tiene a Jesucristo; de las veces que le ofende; de lo poco que persevera en sus propósitos de enmienda; de lo insensible que permanece ante el frío que le hace pasar a Jesús, mientras llama a la puerta del corazón…
Es la imagen y el retrato del alma del poeta, porque, tristemente, le costaba convertirse de su vida bastante dudosa…, hasta que al fin se dio de veras a Dios.
Son estos versos una auténtica confesión.
Y son el retrato de tantos y tantos de nosotros, que no acabamos de darle al Señor el SÍ que nos reclama, que nos pide casi lastimeramente. ¿Nos entretenemos en analizar esas estrofas incomparables?…

Ante todo, el poeta nos presenta a un Jesús que está a la puerta de la casa, tal como lo describe el Apocalipsis, llamando en una noche de invierno, congelándose de frío: — ¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras? — ¿Qué interés te sigue, Jesús mío, — que a mi puerta, cubierto de rocío, — pasas las noches del invierno oscuras?…

No, esto no es una imaginación del poeta. Es la realidad de Jesucristo, siempre llamando a la puerta del corazón, tratando de ganarse por todos los medios nuestro amor, y nosotros, con un frío que parece el del congelador, haciéndole esperar inútilmente, día tras día, noche tras noche…
Es la llamada de ese Jesús que nos dice en el Apocalipsis: – Mira que estoy a la puerta, y llamo (3,20)
En invierno y en verano, con calor o con frío, Jesús sigue llamando. ¡Nos ama mucho más de lo que merecemos!…

Sigue el poeta con la misma imagen. — ¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras, — pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío, — si de mi ingratitud el hielo frío — secó las llagas de tus plantas puras!

Es la dureza que se apodera del corazón. Cada negativa a Dios, es un golpe que no ablanda nuestro corazón, sino que lo hace cada vez más insensible. Si miramos al Señor, esas negativas nuestras y esas dilaciones para darle lo que Él nos pide, no dejan insensible el Corazón de Cristo. Le duelen, y eso no lo puede soportar ningún alma fina. Por eso nos volvemos a Cristo, para dar una alegría grande a su Corazón.

Y viene una estrofa cargada de sicología: — ¡Cuántas veces el ángel me decía:  — Alma, asómate ahora a la ventana; — verás con cuánto amor llamar porfía!

¿Por qué es tan sicológica? Porque describe el remordimiento que no le dejaba parar. La ofensa a Dios nunca trae paz, sino que es una espina que se clava cada vez más profunda. En el alma del poeta, igual que en la nuestra. Por más que Dios sigue llamando. Para ver de tumbarnos de nuestra dureza, apela a nuestra bondad: – ¿No te duele verme muerto de frío esperando a tu puerta, en la calle?…

Continúa con la misma idea de la dureza del corazón: — Y cuántas, Hermosura soberana, — ¡Mañana le abriremos!, respondía, — para lo mismo responder mañana.

Así nos pasa. Un día y otro… Hasta que al fin nos decidimos a decirnos a nosotros: – ¡Basta!
Y cuando nos lo decimos en serio, entonces le decimos también al Señor, de una vez por todas: – ¿Qué me pides, Jesús?…

¿Nos vemos retratados en este soneto autobiográfico de Lope de Vega?… ¿Nos enternece?… Lo repetimos ahora, seguido, para saborearlo a placer…

¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?
¿Qué interés te sigue, Jesús mío,    
que a mi puerta, cubierto de rocío,    
pasas las noches del invierno oscuras?     
¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,
pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío    
si de mi ingratitud el hielo frío        
secó las llagas de tus plantas puras!
¡Cuántas veces el ángel me decía:
Alma, asómate a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía!
Y cuántas, Hermosura soberana,
¡Mañana le abriemos!, respondía,
para lo mismo responder mañana…

¡La conversión! No es palabra dura sino en apariencia. No es otra cosa que volverse al Señor. ¡Y qué fácil que resulta cuando se mira a Jesús que llama!…

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